If we can’t make memories, we can’t heal
—Leonard Shelby (Memento, 2000)
Envejecemos. Nos lo acaban de recordar los veinte años de Windows 95. Tecnologías que ocupan gran parte de nuestro tiempo se convierten en imágenes de baja resolución, máquinas de museo y arte reciclado. Como una generación de primeros nacidos, descubrimos al fin la senectud, y con ella un sinnúmero de interrogantes: ¿nos entenderán nuestros hijos cuando les hablemos de ventanas, memoria insuficiente y lag? ¿Qué les mostraremos cuando nos pregunten cómo nos casamos gracias a una app? ¿Qué recuerdos tendremos a nuestro alcance para mantener viva la memoria si todo lo que usamos será reemplazado por algo diferente y a menudo incompatible?
Envejecemos a la vez que el mundo digital que ocupamos se apaga y desaparece para siempre. Pronto contaremos batallitas de lugares que ya no existen. Miraremos móviles y ordenadores rotos con nostalgia, menearemos la cabeza cuando nos muestren los enésimos remakes de juegos ochenteros, y todo lo que quede de nuestros escarceos amorosos serán fragmentos de logs rescatados de un correo electrónico. Los únicos recuerdos fáciles de recuperar serán los que las empresas consideren explotables: recuerdos derivados, infectados por publicidad o disponibles previo pago. La monetización del pasado ya está en los roadmaps de Silicon Valley.
Un fotograma de Memento (2000) con un ligero retoque…
La mayoría no nos preocupamos de esta erosión mnemónica. Vivimos inmersos en un presente que se renueva a sí mismo a golpe de service packs y migraciones, mientras los recuerdos se degradan y quedan atrapados en archivos ilegibles y servidores muertos. Solo unos pocos héroes, como los arqueólogos de Archive.org, se afanan en preservar los enseres de nuestras chozas digitales. Con la misma falta de preocupación de una cultura que se limita a subsistir, vivimos sin conservar el pasado. Pero el recuerdo no es un lujo, sino un elemento importante de nuestro bienestar psicológico. Sin recuerdo, no podemos construir nuestra identidad. Sin recuerdo no hay historia posible.
Como sugiere Jason Scott, archivista e historiador de Archive.org, es un buen momento para empezar a digitalizar todo lo que está a nuestro alcance. Pero al mismo tiempo deberíamos preocuparnos de que todo lo digital que hemos producido a lo largo de estos años se conserve en buen estado en las décadas venideras, sin que quede atrapado en las jaulas de formatos privativos y empresas que nos tratan como un producto. A veces ese esfuerzo incluye convertir lo digital en analógico, como narra el documental District Zero, en el que refugiados sirios piden imprimir fotos rescatadas de sus móviles dañados.
Algún día me gustaría poder leer este mensaje a sabiendas de que mis recuerdos no desaparecerán en un pulso electromagnético o en el cierre del GeoCities de turno. ¿Lo conseguiré?