Recuerdos derivados

Mi hijo ya tiene una semana y muchos gigabytes de recuerdos.

Tengo fotos suyas a los pocos minutos de nacer. Con el móvil he grabado el primer llanto, el primer biberón, la primera siesta en brazos de su madre. He grabado la espera en el hospital con una GoPro. Incluso tengo grabaciones suyas de antes de nacer gracias a la ecografía 4D. Necesito todos esos recuerdos porque la memoria humana es espaciosa, sí, pero necesita muletas, y la tecnología las proporciona. En comparación, las fotos que tengo de mi primer año de vida, escasas y mal conservadas, podrían caber en un disquete. Apenas tengo pruebas gráficas de mi infancia porque mis padres tenían cosas más importantes que hacer que revelar carretes y almacenar diapositivas para la posteridad.

Subo las fotos y vídeos de mi hijo a la nube. Lo hago por comodidad y conveniencia. La copia física es costosa de producir y organizar, y el hardware es vulnerable. No soy Archive.org: solo quiero un sistema conveniente para guardar un volumen de recuerdos cada vez mayor y compartirlos con familiares y amigos. El problema del almacenamiento a largo plazo no es trivial: los discos se rompen, las memorias mueren. Por otro lado, la nube, alimentada por sus propias centrales térmicas, es el banco de recuerdos más fiable que tenemos a nuestro alcance, al menos mientras las empresas que la sostienen sigan operando. Es quizá por eso que nos fiamos de los peces más gordos, como Google o Apple.

Ahora bien, el día de mañana, al regresar a los recuerdos de la primera semana de mi hijo, podría descubrir que en ellos la marca de pañales ha cambiado. O que el diminuto pijama que le puse en el hospital lleva el logo de una conocida marca de bebidas. En el menos invasivo de los casos, junto al recuerdo aparecerían una serie de sugerencias de compra relevantes, y las fotos tendrían etiquetas automáticas, una capa semántica que antes no estaba ahí. Con o sin mi permiso, la nube podría modificar los rasgos de mi hijo, reconstruir espacios y crear películas a partir de simples fotografías.

La nube, en suma, podría crear falsos recuerdos. Podría porque, a cambio de que almacene gratis y sin limites mis recuerdos, le estoy otorgando el derecho a hacer lo que quiera con ellos.

No autorizo a Google a poseer los derechos de autor, asunto volátil y sin importancia, sino a usar mi contenido y modificarlo sin límites, lo que es más peligroso. Al principio lo cambiarían con sutileza, con muchos tests A/B y promesas de espacio ilimitado, funciones adicionales y filtros automáticos, en una suerte de Elf Yourself mucho más impresionante. Todos, en apariencia, saldríamos ganando. Algunos nos quejaríamos; pero luego, al ver que es su nube o ninguna, que varios exabytes de recuerdos no cabrían en ningún disco duro, y que tampoco los quisiéramos tener en una caja inaccesible y desconectada, no nos quedaría más remedio que aceptar.

Think about the moments in your life and the photos and videos you’ve taken. The big moments. The small moments. […] These moments tell your story. […] What if we could use Google’s unique capabilities to help people take back control of their digital lifes?

-Anil Sabharwal en Google I/O 2015

El interés de los grandes de la publicidad -como Google- por hacerse con nuestros recuerdos es evidente. La memoria es una de las cosas que nos hace humanos. Es el terreno sobre el que apoyamos nuestras emociones y decisiones (incluidas las decisiones de compra). Por eso el recuerdo es el arma publicitaria definitiva. Hasta ahora las marcas se han tenido que conformar con alusiones, metarrelatos e imágenes populares. Pero la inyección de publicidad en los recuerdos puede ser mucho más poderosa gracias al chantaje emocional personalizado. Google ya habla de micro-momentos, de intenciones y acciones sensibles al contexto. El paso a los micro-recuerdos alterados o enriquecidos parece breve.