Cada vez más aplicaciones usan interfaces conversacionales. Quartz, por ejemplo, te resume las noticias como si estuvieras chateando con un redactor, mientras que Lark te aconseja sobre la dieta a través de un alegre coloquio. Algunas recurren a la conversación asistida, donde la charla sigue un guión flexible y el usuario elige opciones de diálogo, mientras que otras, como Magic, optan por dejarte hablar con humanos. Las empresas chatean incluso sin tener app propia: lo hacen a través de bots de Telegram o cuentas de WhatsApp.
Chatear con aplicaciones no es un avance rompedor —llevamos cincuenta años hablando con máquinas—, pero el software parlanchín tiene ahora una mayor probabilidad de triunfar gracias a la ubicuidad del móvil, que llevamos siempre encima y está perennemente conectado a bases de datos. Chatear, además, se ha vuelto un acto cotidiano: el chat es donde más tiempo pasamos al usar el teléfono. Las empresas, deseosas de acaparar nuestra atención, quieren estar allí y hablar con nosotros como si fuesen un amigo más.
Lo que más me emociona de que las apps se hagan personas es la importancia que cobra el texto, a la vez contenido e interfaz. Las apps más exitosas serán las que tengan los mejores escritores y conversadores. El ingeniero que quería escudarse tras botones y ventanas pasará a ser el impresor de un libro dinámico, una obra de teatro escrita por actores humanos y artificiales. ¿Conducirá esto a un mayor reconocimiento de la labor de quien comunica? ¿Llegaremos a ver guionistas cobrando más que un ingeniero?
Quién sabe. Por lo pronto, recemos para que el móvil no se convierta en una jaula de grillos.