Hay un lugar mágico donde las empresas no atraviesan crisis, sino que mueren, y donde las innovaciones no se obtienen tras años de esfuerzos, sino que son otorgadas por dioses fundadores. El héroe de ese lugar es el ingeniero, un superman que salva el planeta a través de apps, incluso cuando solo sirven para echar una cana al aire. Como en cualquier relato épico hay ritos de paso —entrar en bolsa—, parábolas —fracasar y levantarse—, amuletos —el hardware— e infinitos antagonistas. Resolver los problemas del mundo, según la iglesia del algoritmo, es tan sencillo como crear startups e inyectar ingenieros por doquier. Es un universo paralelo en el que la tecnología no es herramienta, sino mitología, y en el que los protagonistas no son personas normales, sino genios incomprendidos.
El porqué de la deriva mitológica de tecnologías que se han vuelto tan mundanas como las cacerolas hay que buscarlo en varios factores, desde el marketing mesiánico promovido por Apple y sus imitadores hasta la naturaleza misma del producto tecnológico, que otorga promesas de poder a los insatisfechos. Las hagiografías de los varios Jobs, Gates y Dell fomentan el culto a la personalidad a la vez que crían sueños de riqueza. Chavales que en otra época hubiesen querido ser caballeros y matar dragones, hoy sueñan con crear apps revolucionarias. Todos quieren emprender y dar el pelotazo. Todos quieren ser el próximo Elon Musk o Mark Zuckerberg. Tal es la fiebre por el solucionismo digital que hay políticos que defienden que hay que aprender a programar antes incluso de aprender a pensar y expresarse.
Es un mito que nos jode a todos.
Nos jode porque levanta una barrera artificial entre hacedores y usuarios. De pronto, el ciudadano es víctima de fuerzas incomprensibles, ante las que ni siquiera la ley puede hacer frente. Los dioses electrónicos apenas escuchan las plegarias de sus fieles: solo cabe esperar y aceptar lo digan los términos y condiciones. Quien se inicia en este mundo se lleva la impresión de que para disfrutar de la tecnología hay que entender primero qué ocurre en Cupertino y Mountain View. Los sacerdotes de este culto son los periodistas tecnológicos, augures que interpretan el ruido que sale de la fragua olímpica para que los mortales podamos alcanzar la salvación. Muchos no tienen inconveniente en cargar las tintas para que nos impresionemos y hagamos clic. A fin de cuentas, el material se presta muy bien a crear guiones de telenovela.
Series como Silicon Valley ayudan a desmitificar, pero no bastan: hay que construir un discurso distinto
Pero la gente necesita entender la tecnología en lugar de mirar con asombro lo que sale de una keynote o un congreso de móviles. La gente tiene problemas que resolver. La tecnología puede mejorar nuestras vidas: para ello basta con explicarla e informar sobre ella con objetividad y rigor, como hacen, por ejemplo, los buenos periodistas científicos. Allá donde haga falta, podemos salir del camino e indicar cómo reparar aquello que se creía infalible, así como mostrar las flaquezas de los dioses a través de relatos de calidad. Eso requiere distanciarse de un mundo absorbente y en que muchos de los que escribimos sobre tecnología nos hemos criado. Requiere alejarse del mito y abrazar la explicación. Requiere, sobre todo, admitir que la tecnología debe servir a los humanos, y no al revés.