The Galactic Empire Was Falling.
It was a colossal Empire, stretching across millions of worlds from arm-end to arm-end of the mighty multi-spiral that was the Milky Way. Its fall was colossal, too – and a long one, for it had a long way to go.
-Isaac Asimov (Fundación e Imperio)
Como el Imperio Galáctico de Fundación, Windows se está derrumbando. Lleva muriéndose desde que la computación saltó del PC a otras plataformas, hasta volverse ubicua. Empezó a resquebrajarse con la aparición del iPhone y de los primeros Android, y con el abaratamiento de las conexiones móviles. Los golpes de cola, bajo la forma de Windows 8 y Metro, no han hecho sino empeorar la situación. Hoy la mayoría de personas acceden a la red desde el móvil y pasa más tiempo en el navegador que en el Escritorio. El software clásico y su distribución están en crisis. Las nuevas apps están en las tiendas oficiales, cotos cerrados y lucrativos. El dinero y el interés de los usuarios se mueve en otros lugares.
Es un derrumbe lento porque se trata de un imperio enorme: un quinto de la población del planeta usa Windows a diario. Si las cosas se quedasen como están, con Windows 8.1 y Windows Phone separados, el sistema operativo de Redmond sobreviviría a lo sumo una década; se apagaría al cabo de dos o tres Service Packs y desaparecería de la mayoría de dispositivos. Nadie tomaría el relevo. La galaxia del Escritorio quedaría irremediablemente fragmentada en decenas de distribuciones de Linux, sabores de Android híbridos, versiones de Mac OS universales. Hasta que, tras una larga contienda, apareciese el heredero de Windows. O tal vez no. Lo más probable es que no.
¿Debería importarnos la caída de Windows? Sí, porque los efectos de la edad oscura que la sucederían serían desastrosos. Cuando una tecnología importante muere, las habilidades asociadas pierden valor. La muerte de Windows tiene el potencial para arrastrar consigo millones de puestos de trabajo, de dejar en la estacada una generación de personas que no conoce otra cosa, que fuera del botón Inicio se siente como un pez fuera del agua. No basta con ofrecer alternativas: la inercia del Imperio es demasiado grande. La interfaz de Windows 10, con esa mezcla de conceptos viejos y nuevos, es la demostración de lo difícil que es cambiar el rumbo. Es una solución de compromiso, la última carta de Microsoft.
En este símil asimoviano, Windows 10 es la Fundación Enciclopédica de Hari Seldon, el intento de preservar lo mejor de Microsoft y adaptarlo a nuevos tiempos. La compra de software destacado -Minecraft, Wunderlist- y la decisión de ofrecer la actualización gratis huelen a desesperación, a regalo sospechoso. Es una trampa, pero bien intencionada: Microsoft apuntala Windows con lo mejor que está a su alcance para atraer a la mayor cantidad de usuarios posible. No es un lanzamiento, sino una operación de salvamento. En este sentido, Microsoft está actuando como una ONG tecnológica a escala global. Quiere evitar la caída desastrosa del Escritorio a toda costa.
Si Windows 10 fracasase, si la migración de cientos de millones de usuarios hacia un modelo diferente no tuviese lugar, la trinchera digital se agrandaría y décadas de “milagro Microsoft” se perderían en algún archivo de abandonware. Nos quedaríamos con modelos demasiado complejos o demasiado cerrados. Así que no os sorprendáis si el año que viene Microsoft liberase todo el código fuente de Windows: hay mucho más en juego que las ventas de Office o de los móviles Lumia. Si Windows cae, perdemos todos.