Los conceptos psicológicos deberían venir con un manual de instrucciones de lectura obligada. El manual debería empezar con un “gracias por haber confiado en nosotros” y acabar con una serie de avisos muy serios, similares a los que vienen en los manuales de las tostadoras, pero enfocados al mal uso intelectual, como “no usar este concepto para algo para lo que no fue diseñado” o “esta solo es una metáfora de estudios empíricos”. Porque quien extrapola a la ligera los hallazgos de la psicología a la vida cotidiana corre el riesgo de hacer más mal que bien.
Un ejemplo perfecto es la zona de confort.
La zona de confort es hija de la psicología industrial y deportiva. Viene a decir que existe una zona imaginaria en la que un individuo se desenvuelve sin ansiedad, pero tampoco sin desarrollo personal. Alcanzada esa zona, el individuo deja de “crecer” o “mejorar”, llega a una suerte de inercia vital. Para seguir creciendo, dicen los teóricos de la zona de confort, el individuo debe ponerse a prueba, experimentar nuevas conductas y situaciones. Solo al salir de la zona de confort se entra en una zona de rendimiento óptimo que hace que el individuo dé lo mejor de sí y crezca.
La zona de confort no es algo nuevo. Es solo una manera socialmente atractiva de presentar y distorsionar uno de los hallazgos clásicos de la psicología experimental, la Ley de Yerkes-Dodson, que recoge la relación entre activación y rendimiento. Para tareas sencillas, un mayor activación no afecta el rendimiento, mientras que para una tarea compleja o difícil, un estrés excesivo -distrés- empeora el rendimiento. Hay un punto, eso sí, en el que una cantidad óptima de estrés lleva a las mejores condiciones de ejecución. Más allá de esta zona, la ejecución empeora drásticamente.
La teoría de la zona de confort toma esta relación empírica, la aliña con abundante ética protestante del trabajo (“la salvación te la tienes que merecer”) y la devuelve al mundo convertida en una trampa de culpabilidad y sadomasoquismo. Las consecuencias son terribles.
Sobre el papel la intención es buena: se pretende animar a los individuos a que se reten a sí mismos para mejorar. La inercia es mala, dicen, no te quedes en el sofá, destierra al Blerch de tu vida, da lo mejor de ti. ¿Quién no va a estar de acuerdo con eso? Apelar a los sentimientos de culpabilidad es fácil en una época en la que el éxito en la vida se mide en triatlones completados, kilos perdidos, vuelos en ala delta y libros publicados. Lo medimos todo y todo debe tener un retorno útil (aunque no sepamos muy bien para qué). Es como si el individuo fuese una empresa que cotiza en bolsa.
También hay quien toma la zona de confort y la usa como arma arrojadiza para justificar unas condiciones de vida o trabajo draconianas. ¿No haces horas extras? No vas a crecer. ¿Quieres estar con tu familia y tener seguridad social? Eres un blando. Seguro que se os ocurren más ejemplos. Quien hace esto no solo no se ha leído el manual, sino que lo ha tomado y se ha limpiado el culo con él. Más en concreto, lo que hace quien apela a la zona de confort para justificar unas condiciones de estrés excesivas como deseables es tomar la curva de Yerkes-Dodson y convertirla en esto:
En rojo, la relación estrés-rendimiento según los entusiastas de la zona de confort
Nadie en su sano juicio debería salir de su zona de confort sin un motivo poderoso, porque lo único que le espera es sufrimiento inútil (a menos que se quede en una zona óptima). Cuando el corredor Usain Bolt dice que entrenar es durísimo y lo detesta, está diciendo una verdad: el esfuerzo no es agradable. El hecho de que no nos lancemos de cabeza a una perspectiva de dolor gratuito debería verse como algo sensato, no como una señal de personalidad defectuosa. No todos deberíamos estar sufriendo continuamente. Solo deberíamos estresarnos cuando pensamos que vale la pena.
En este sentido, el gato de mi vecino es bastante más inteligente que los promotores de la zona de confort, pues sabe que los seres vivos, como ya sugería Epicuro, deberían dedicarse a buscar el placer y a huir del dolor en lugar de correr cinco maratones seguidos porque sí.