Lo que cambia nuestras vidas no es el hardware, sino las aplicaciones que se ejecutan en él. Lo dejó bien claro Satya Nadella en Re/code: “el hardware es un medio, no un fin en sí mismo”. Parece lógico: sin software, un dispositivo no es más que una cáscara vacía, un cachivache. Así y todo, hay sitios enteros dedicados a hablar solo de hardware. Los próximos dispositivos de Nokia o Apple despiertan más pasiones que las nuevas aplicaciones de Facebook o Google. Se vierten ríos de tinta sobre el diseño de las Google Glass o sobre el color del próximo Lumia. ¿Y el software? Ni rastro. Es fácil entender por qué.
Ante el software, los objetos tienen una ventaja obvia: son tangibles. Sus formas evocan imágenes que asociamos a propiedades como la ligereza o la dureza. Nos gusta el iPhone porque parece “una losa de basalto” y alabamos un ratón por sus “líneas aerodinámicas” (aunque no vuele). Llevamos tanto tiempo usando objetos que, cuando uno se presenta ante nosotros, la primera pregunta que nos hacemos es “¿para qué sirve?”. Para contestar, el diseño industrial ha destilado mensajes de poder en formas a la vez atractivas y eficaces, que se pueden asociar, marketing mediante, a emociones y deseos.
Este cúmulo de reacciones es difícil de conseguir ante un programa, y los autores de software lo saben. Algunos intentan que sus aplicaciones se parezcan a objetos reales, que el software se funda con el dispositivo para que objeto y función sean un todo. Y así nos encontramos con imitaciones bonitas pero poco prácticas de libretas, cámaras y grabadoras. Sobre todo, nos encontramos ante una actitud servil por parte del software, que intenta imitar las superficies sobre las que se ejecuta. El resultado -paradójico- es que el software se ha vuelto como la hora en los anuncios de relojes: un fondo majo.
Adam MacBeth, diseñador de Pencil by FiftyThree, dice que “para que tenga éxito, el hardware necesita software que lo haga cantar”. La integración de ambos aspectos debe ser máxima, y es el equipo de desarrollo del software el que debe liderar el diseño del producto, porque la función del objeto tecnológico depende de las aplicaciones, no del color de la carcasa o del tipo de pantalla. El hardware debe servir al software, y no viceversa. Una filosofía que Apple, por ejemplo, siempre ha seguido: el Mac es un soporte discreto para software excepcional (y se vende como una sola experiencia).
Para devolver el foco al software hay que ir más allá de lo obvio -¿en serio importa el color de un iPhone?- y analizar el producto como esa experiencia que debería ser. Hay que darle más peso al aspecto funcional, que es donde más se ve la interrelación entre hardware y software, sin olvidar las emociones que causa el uso cotidiano de una herramienta. Quienes escribimos sobre tecnología no deberíamos dejarnos amedrentar por la potencia de algunas palabras clave y su retorno. Antes bien, deberíamos ayudar al usuario a ir más allá de esa fascinación primitiva que se siente ante los objetos desconocidos…