Antes de que existieran los teléfonos inteligentes, solía llevar un libro conmigo a todas partes. O un cómic. O una libreta. O un puzle. Cuando una situación se volvía aburrida o insostenible, sacaba lo que tuviese en la mochila y me ponía con ello. Pero era aparatoso: un libro es pesado, un puzle se rompe, los lápices se caen, etcétera. Así que a veces no me quedaba más remedio que mirar cualquier cosa de mi entorno que fuese más interesante que lo que estuviera pasando en ese momento.
Porque el mundo es interesante, sí, pero solo a ratos, y solo para algunas personas.
Ha sido así antes y después de la llegada de los teléfonos inteligentes. Algunos siempre hemos tenido la necesidad de desconectar de lo que no nos interesaba. Pero jamás ha sido tan fácil y cómodo como ahora. En un segundo puedes acceder a todo el conocimiento humano, grabar un recuerdo, ver dónde estás en un mapa o simplemente entretener tu cerebro con un juego. Todo lo que antes llevábamos en una mochila cabe ahora en la palma de una mano.
Es fácil, pero aún es demasiado evidente. Todavía hace falta ejecutar una serie de gestos: sacar el teléfono del bolsillo, sostenerlo en la mano y mirarlo fijamente. Y cuando eso ocurre, otras personas pueden sentirse ofendidas. Los motivos por lo que se sienten ofendidas son de lo más diverso: en ocasiones se percibe una falta de respeto, sobre todo si una persona está hablando o haciendo algo que considera significativo. En otras, se trata una reacción aprendida.
“Lo peor es que ya no puedo usar mi teléfono delante de la gente”, ironiza Charlene deGuzman al hablar sobre las reacciones a su corto “I forgot my phone”, en el que la protagonista se ve aislada de los demás, desconectada por el uso compulsivo que otros hacen de sus teléfonos móviles. En su Tumblr resume su queja existencial: “Algo está pasando delante de ti, en este mismo instante, y tú te lo estás perdiendo”.
Es una llamada al carpe diem, la suya. No interrumpas el milagro del presente, no contamines momentos maravillosos con un flujo de datos triviales, no caigas víctima de la obsesión moderna por contarle a todos lo que estás haciendo, no ignores a quien tengas delante, levanta la mirada de aquel cacharro de vez en cuando y mira a los ojos. Es un mensaje maravilloso, y en apariencia impecable: vive, no seas un esclavo del móvil inteligente.
Quizá yo sea un maleducado, pero si alguien me quitara de las manos un libro solo porque no estoy disfrutando de un atardecer, me enfadaría. Si encima me llamara esclavo o zombi, le lanzaría el libro a la cara. O el puzle. O el iPad. Bueno, quizá el iPad no, porque es muy pesado y caro, pero ya me entendéis. ¿Por qué? Porque yo decido a qué dedicar mis recursos mentales en un momento dado.
Yo decido cuándo prestar atención.
Habrá momentos en que desee compartir una mirada con quien está conmigo, y otros en los que sencillamente no tendré nada que decir o hacer. Y otros en los que preferiré estar lejos, muy lejos, en otro sitio. Mi mente es así: vagabundea y se rebela. Quizá la de otros prefiera mantenerse aferrada a las certezas aparentes de lo que tiene delante; a mí eso no me disgusta, pero no puedo ni quiero hacerlo constantemente. Nadie puede.
Todos tenemos ausencias mentales, espacios privados de desconexión y distracción. Con el móvil son muy visibles, pero no por ello voy a demonizarlo, porque no es la causa del problema. Es solo una circunstancia, un facilitador de algo innato y muy humano. El problema no es la distracción, sino la molestia que sentimos al descubrirla, el golpe que supone para nuestro ego. ¿Que cómo se supera eso? Hablando de ello con las personas involucradas.
Cuando ya no haga falta sacar un teléfono del bolsillo, cuando nuestro pensamiento y la red sean todo uno, solo podremos hablar. Y cortos como “I forgot my phone” ya no tendrán sentido.