La Fuerza dormía a gusto

En su día, el mérito de Star Wars fue el de popularizar un tipo de historias que todos miraban por encima del hombro. Treinta años después, la saga de Skywalker se revive con la naturalidad de una fiesta popular. Como Papá Noel, no se cuestiona, sino que se celebra.

Hoy he asistido a una liturgia renovada para conectar una generación nostálgica con una incapaz de mantener la atención durante más de seis segundos. Se ha tomado la historia de siempre y se ha actualizado con elementos digeribles para un público Crepúsculo.

No tiene por qué ser algo malo. Hay muchas cosas que se le pueden perdonar a una historia bien contada, y la repetición es una de ellas, y en absoluto la más grave. Pero no se le puede perdonar a una historia que, por querer complacer a dos públicos, padece ataques de pánico.

El guión dispara todos los clichés narrativos que están a su alcance, y lo hace a una velocidad que no permite siquiera pestañear. El ciclo del héroe se centrifuga hasta desaparecer. Se quiere contar demasiado. Es como cuando ante un niño aburrido sacas todos los juguetes.

Quien cuenta una historia debe resistir el impulso de dar enseguida todo lo que el público pide. Una buena historia deja que el público haga el esfuerzo de imaginar y acercarse, de entender. Sobre todo, un narrador que vale la pena es díscolo: se hace rogar.

Ahora bien, el Episodio VII no es malo si se toma como un mero trámite: desbloquear un canon y mantener continuidad a la vez que se engendra una franquicia millonaria no es trivial. “Alguien tenía que hacerlo”, confesará un día su director.

Pero quizá hubiera podido hacerse mejor.