Bandos

Elegir bando, equipo, color o ideología es algo que se me ha dado fatal desde que era pequeño.

Cuando tenía siete años le dije a mi madre que quería ser “diplomático”. Quizá lo dijera por un ansia de querer agradar a todo el mundo, o tal vez porque pensara que todos tenían un trocito de razón, incluso los sujetos más repugnantes, y que el consenso era la forma más eficaz de alcanzar la paz. La paz era una de mis obsesiones infantiles. Así de raro era yo.

Tengo 33 años y todavía me niego a emitir juicios vehementes sobre ideas, religiones, crímenes o chistes. Lo que me repugna no es casi nunca el suceso ni el contenido, sino la incomprensión, el vacío que se crea en el momento en que una persona decide alejarse de otra y quitarle el estatus de ser humano. Nos hace peor que los animales.

Lo triste de mi no-convicción es que en el momento en que hablo acabo por alienar a todas las partes involucradas. Ser el color gris, el punto medio, es la vía más directa para acabar mal en cualquier conflicto. Por eso muchas veces envidio a los que logran olvidar la complejidad y votar un partido, abrazar una fe o luchar por una causa.

De una cosa estoy seguro. La mía no es cobardía. Al contrario: para vivir en la incerteza constante hace falta valor. Y quizá algo de masoquismo, pero esa es otra historia.