De vez en cuando un amigo o un familiar me pregunta por qué no escribo más. Mi respuesta es siempre la misma: porque no me apetece. Cuando contesto eso, la otra persona suele mirarme con extrañeza. No puede imaginar que alguien que escriba por trabajo no quiera estar haciéndolo hasta dormirse con la nariz entre las teclas, o que no aproveche los ratos libres para rellenar Moleskines como un maníaco.
Es como si le preguntaran a un leñador qué hace que no está deforestando una colina en su tiempo libre, que tala que da gusto y se nota que es un artista de la motosierra. O a un deportista profesional por qué no se pasa todo el día corriendo, que se le da tan bien y con esas piernas de galgo seguro que devora millas sin darse cuenta. Si igual hasta corre mientras duerme, el muy jodío, que es una liebre. Ja, ja.
Son preguntas que parten de una misma falacia, la de la pasión. Si alguien hace algo bien, piensan los neorrománticos, es que le apasiona su trabajo. Y si le apasiona, debe de estar haciéndolo a todas horas, pues fijo que es una fuente de placer inagotable. Se imaginan al escritor como un tipo conectado las veinticuatro horas a una vía de morfina que libera una dosis a cada párrafo completado.
A mí escribir no me causa placer. Prefiero ocupar mi tiempo con otras cosas, como leer o hablar con gente interesante. Solo escribo cuando lo que tengo en la cabeza necesita salir. O cuando creo que un texto puede resolver un problema. Eso incluye la supervivencia: escribir me da de comer, y cuando vuelvo a casa tras ocho horas de escritura a sueldo, no me apetece seguir dándole a la tecla.
Porque escribir es duro. Todos sabemos juntar palabras, pero eso es como sacar cubos de magma de un volcán y dejar que se enfríen hasta convertirse en truños basálticos. Escribir bien, en cambio, es como forjar una espada: hay que golpear el metal una y otra vez hasta conseguir una hoja afilada. Solo unos pocos privilegiados pueden ponerse delante de un teclado y escupir perfección al primer intento.
Como ya han dicho algunos, no me gusta escribir, sino haber escrito. Rara vez lo que escribo me satisface al rato de haberlo publicado; han de pasar días o semanas para que su lectura me parezca tolerable. Si hay una forma alternativa de sacar los pensamientos de mi cabeza, como hablar en público, sacar una foto o crear un mapa 3D, la prefiero. Porque escribir, para mí, es sentarse y sangrar.