Llevaban más de tres horas en la sala de reuniones. Jordi estaba ahí para conseguir el puesto de Wizard of Backend Marketing Optimization. Paco era el entrevistador.
De repente, Paco se secó la frente con un pañuelo y, con mucho aplomo, se vino abajo.
—¿Puedo serte sincero, Jordi?
—Sí, claro…
Paco se permitió una sonrisa de resignación.
—La empresa no sabe qué necesita para este puesto—, admitió. —Nos gusta decir que lo sabemos, pero es mentira. No tenemos ni idea. Ni puta idea. Estamos buscando algo que no sabemos qué es.
—Pero el puesto es…
—Una patraña. Una etiqueta que expresa deseos poco definidos. Una tapadera para un conjunto de acciones que nunca hemos verificado y que no tenemos manera de medir. Es, en pocas palabras, un cuento construido a partir de keywords.
Jordi, que era un chico inteligente y había invertido muchas horas de su tiempo libre para llegar hasta esa fase del proceso de selección, quedó petrificado por la confesión. Solo fue capaz de articular dos palabras.
—¿Qué deseos?
—Para empezar—, contestó Paco reclinándose en la silla—, el deseo de que venga alguien que parezca lo bastante fuerte y seguro de sí mismo. No nos importa su nivel de competencia, sino lo listo y decisivo que parezca. Y lo mucho que su máscara aguante el estrés y las críticas.
—Buscáis un actor, entonces—, repuso Jordi, ya recuperado del golpe.
—¡No!—exclamó el entrevistador—. Un actor sabe que está fingiendo. Esto es más complejo. Cuando buscamos un perfil directivo buscamos a alguien que haya conseguido mentirse a sí mismo tan bien que sea capaz de irradiar esa mentira hacia los demás. Y que sea capaz de tomar nuestras mentiras y enriquecerlas con las suyas.
—¿Y cómo sabéis si alguien cumple con eso?—preguntó Jordi, indignado.
—El proceso de selección se reduce a una competición retórica. Empieza con el perfil, que debe parecer convincente. ¿Buenas escuelas? Bien. ¿Experiencia laboral? Todo eso puntúa. Sienta buenas bases para empezar. Valoramos también el aspecto, la manera de presentarse, la mirada, todo. Es un casting, por así decirlo. Una exposición canina.
—¿Y luego?
—Luego, el candidato debe hablar como la persona que imaginamos. Analizamos el porte y el vocabulario. Queremos que nos impresione. ¿Es capaz de fabricar un discurso convincente a partir de palabras de moda? ¿Se muestra seguro y confiado ante el nudo de caos que deberá manejar?
—Pero en algún momento tendréis que verificar su aptitud.
La carcajada del entrevistador hizo vibrar las paredes prefabricadas del despacho.
—Eso solo es factible para los puestos más bajos, los que producen cosas. En los de mayor nivel, la demostración de aptitud es sobre todo formal.—Paco sonrió otra vez—¿Has oído hablar alguna vez del sistema de examen imperial chino?
—No. ¿Qué es?
—Era el sistema por el que se elegían a los funcionarios en la China imperial. Los candidatos debían estudiar de memoria los clásicos y componer textos que siguieran cánones estilísticos muy estrictos. No se medía la creatividad, sino la capacidad para encajar en el sistema imperial.
—¿Y qué tiene que ver eso con…?
—El conocimiento exigido a los directivos también sigue un esquema similar. Quien sale de un MBA o de un curso de Scrum o Marketing, lo hace con un bagaje de formalismos e ideas preconcebidas de cómo hay que hacer las cosas. Reproducir fielmente esa mentalidad es todo el conocimiento que necesitamos de los candidatos.
—Pero a ver… Está claro que en esta empresa hacéis algo. ¡La persona que vaya a estar en ese puesto debe hacerse cargo de trabajo real!—exclamó Jordi.
—Por supuesto. A fin de cuentas, una compañía teatral también hace “algo”. Pero a diferencia de ellos, nosotros no tratamos con ficciones, sino con realidades consensuadas. Aquí no fabricamos bienes, sino que hablamos. Hay palabras que aceptamos y usamos entre todos para sentirnos parte de un equipo, de un proyecto.
—Palabras.
—Sí. Las mezclamos. Las inventamos. Las adornamos con números. Nuestro trabajo consiste en mantener una ilusión de utilidad a través del lenguaje. Somos, por así decirlo, una excusa para mantener ocupada a gente inteligente. Un juego conceptual muy complejo que osamos llamar trabajo.
Jordi se mesó el pelo. Estaba sudando.
—Si la empresa funciona, es porque hay líderes competentes en ella—, protestó.—Vuestros resultados económicos son prueba de ello. Tenéis líderes hábiles aquí.
—Los hay. No voy a negarlo. Pero no fueron seleccionados a partir de los criterios que usamos. Fueron tan inteligentes que supieron disfrazarse y cambiar cuando hacía falta. Algunos han conseguido llegar desde abajo, tras entender las reglas de este juego y aprovecharlas en su favor. Hay de todo.
—Pero esto significa que cualquiera…
—…cualquiera que tuviese ganas de aprender, aptitudes básicas y una personalidad capaz de admitir los errores y aprender de ellos podría hacer ese trabajo si se le dieran las oportunidades, herramientas y responsabilidades necesarias, sí. Cualquiera. Personas sin pedigrí, pero que valen.
—Pero no lo hacéis. No elegís a este tipo de personas. ¿Por qué?
—Por dos razones. La primera es que no hay tiempo. Necesitamos mantener una fachada de eficiencia. No podemos permitirnos identificar talento, formarlo y confiar en él. Carecemos de la solidez necesaria. Si fuésemos una corporación japonesa, tal vez lo intentáramos. Pero somos una burbuja…
Y aquí Paco dibujó el vuelo de una burbuja con la mano y la hizo estallar.
—¿Cuál es la segunda razón?
—La segunda razón es que no tenemos maestros. Solo tenemos personas que han superado nuestro examen. Lo único que pueden transmitir es su propia oquedad. Si de repente decidiéramos cambiar el sistema, tendríamos que deshacernos de ellas. Y entonces, el castillo de naipes, la burbuja…
Jordi asintió lentamente. Paco volvió a respirar hondo y se ajustó la corbata.
—En fin. Si quieres, ya podemos dar por finalizada esta entrevista y…
—No. Hablemos un poco más. Tengo una visión,—le interrumpió Jordi con una sonrisa. Ahora conocía las reglas del juego. Ahora podía ganar.