Llevo días intentando no construir ciudades en Cities: Skylines. Pero es difícil.
Los mapas siempre empiezan con una autopista, que condiciona gran parte del crecimiento urbano. Los bumburbios resultantes se componen de edificios aislados y parques que no se mezclan con la naturaleza colindante, que es muy vulnerable a la polución del suelo. Conforme la ciudad crece y se puebla de coches, la naturaleza cede terreno y muere.
Es como propagar un virus.
Las urbes del juego acaban por parecerse. Con algo de esfuerzo se obtienen vancouverismos, o bien ciudades jardín, islotes de oficinas y viviendas unifamiliares conectadas por avenidas arboladas. Es una visión limitada, pero refleja cómo son muchas ciudades nuevas. Aquí el único ganador es el cemento; el único objetivo es el crecimiento desmesurado.
A mí, que en los juegos evito hacer de malo, Cities: Skylines me hace sentir un villano. Es imposible jugar sin dañar a miles de ciudadanos virtuales. Para minimizar la infelicidad solo tengo dos opciones: la primera es llenar la rejilla con edificios grandiosos. El resultado es un clon americano de Valencia, sin casco antiguo y sin Turia. La segunda es crear un bonsái.
Colossal Order sabe que las ciudades podrían ser otra cosa. Pero entonces ya no habría juego.