Esta noche, cuando volváis a casa y encendáis la tele, preguntaos qué queréis ver. Lo más seguro es que contestéis cosas como “el partido”, “las noticias”, “la serie tal”, etcétera. Si no lo tenéis claro, quizá os pongáis a buscar en la guía de programas, le preguntéis a un amigo o miréis qué se cuece en vuestras redes sociales. A malas, os quedará el zapping: ir pasando de canal en canal, sin importar de qué canal se trata. Como quien mira un escaparate o se pasea por un mercado.
En resumen, no buscaréis. Iréis a lo que ya conocéis o explorareis sin rumbo.
¿Por qué? Porque buscar es mentalmente agotador: requiere saber de antemano qué se quiere encontrar, mantener ese dato en memoria, filtrar resultados, leer valoraciones y un largo etcétera. Buscar es algo que reservamos para lo que es importante o costoso, como la compra de una casa o de un coche. Y es correcto que así sea. Pero cuando se trata de consumir contenido gratuito o de muy bajo coste, buscar no es una buena inversión. Es más fácil ir al kiosco de la esquina.
Con las aplicaciones móviles ocurre lo mismo: la mayoría de los seres humanos no tenemos tiempo ni ganas de invertir valiosos recursos mentales en la búsqueda de apps. Por eso acabamos por no bajar ninguna. Nos quedamos con un puñado, las que todos conocen, las que nuestros amigos usan, las que ya venían instaladas. A veces hacemos z(app)ing en las portadas y listados de categorías de iTunes y Play Store; solo recurrimos al buscador para bajar apps que ya conocemos.
Igual que ocurre con la tele, sí.
Y es que los smartphones no se han vuelto populares por su tecnología, sino por el contenido que consiguen llevar a nuestra mano. Su mecanismo es el mismo que el de la televisión o de la radio, pero con una cantidad de información muchísimo mayor y más interactiva (tanta que a menudo nos engancha y agobia). En lugar de canales o frecuencias tenemos apps, pero las apps tampoco nos interesan por su tecnología, sino por el contenido al que nos dan acceso.
¿Por qué hay apps y no contenidos puros, entonces? Si volvemos un momento a la metáfora de la televisión, podéis pensar que Apple es un gran fabricante de televisores con un paquete de canales único, una suerte de fusión de Sharp con Canal+. Google, por otro lado, es una gran distribuidora de contenido disponible en muchísimas plataformas, con servicios añadidos (su “teletexto”) y una publicidad invencible. Pero ninguna de las dos produce su propio contenido. Son ecosistemas.
Quien produce contenido y funciones alrededor de ese contenido son los desarrolladores, que están acostumbrados a pensar que lo más importante es su app, y no lo que contiene. Ni Google ni Apple son ONG: la que tienen con los autores de apps es una relación parasitaria (simbiótica cuando va bien). “Tú me das tu cosa empaquetada”, dicen ellos, “y nosotros te pasamos un porcentaje”. Las apps, en suma, existen como herramienta de mediación entre distribuidores, autores y usuarios.
Pero las apps pueden morir en cualquier momento y no será un problema, porque los medios evolucionan, mientras que el contenido permanece. Y como antes, no se busca, sino que se encuentra. En lugar de apps tendremos otra cosa, como vistas entregadas dinámicamente a los usuarios desde el buscador del sistema operativo. Los autores de apps descubrirán de repente que su software solo era una caja tonta, que lo que la gente quería era el contenido.
Y entonces las decenas de empresas que intentan vivir de la app discovery se darán cuenta de que el suyo era un mal negocio desde el principio. Porque a la gente no le interesa el medio, sino el contenido, y ese contenido se consume y busca igual que antes: desde el sofá y sin pensar.