Malware es todo programa dañino. Es una definición tan genérica que cualquier programa encaja en ella.
Por ejemplo, un sistema operativo comercial que pretende volvernos dependientes y asimilarnos en su modelo de negocio es malware. Un juego freemium que nos atrapa con la promesa de diversión y nos frustra cuando no podemos avanzar gratis es malware. Una herramienta de recuperación de datos que no recupera nada a menos que paguemos dinero es malware. Lo es porque juega con nuestras emociones y con nuestro dinero. Nos engaña y nos lleva a tomar decisiones personales y financieras que a veces se revelan desastrosas. ¿Son aplicaciones legítimas? Sí. ¿Son éticas? Para muchos, no.
El software comercial se ha vuelto tan agresivo que la línea entre aplicaciones legítimas y malware ha desaparecido. Los virus modernos se disfrazan de aplicación legítima, y llegan a ser amistosos con tal de desarrollar una relación provechosa con el usuario. Su vía de entrada es social: más que aprovechar vulnerabilidades técnicas, atacan la ingenuidad de quien lee sus textos. Y los antivirus, que no destacan precisamente por su capacidad lectora ni por sus habilidades sociales, son incapaces de detener los nuevos virus a tiempo. Los antivirus están en crisis porque no son capaces de pensar como un ser humano.
Estamos en una época en que más que antivirus necesitamos sistemas expertos que trabajen como asesores de nuestros negocios virtuales y reales, que nos enseñen a pensar y nos eduquen sobre lo que es conveniente o no. Una especie de Jarvis o Alfred que nos siga silenciosamente y, justo antes de que instalemos una app o abramos un enlace, nos susurre al oído “Si me permite una observación, señor, me parece una muy mala idea”. En otras palabras, necesitamos maestros de economía conductual, y no porteros de discoteca que confunden buenos con malos y acaban por estropearnos la fiesta.
Si a las empresas de antivirus les queda algo de inteligencia, pronto empezarán a contratar psicólogos, filósofos y economistas. Si no, se convertirán en el equivalente informático de los guardias de seguridad de los centros comerciales, una presencia que ni tranquiliza a los buenos, ni impresiona a los malos.