Soy humano. Por lo tanto, también soy un hatajo de prejuicios. Uso los prejuicios cuando no puedo pensar. Son automatismos que empleo para ahorrar tiempo y recursos mentales. Por ejemplo, uno de mis prejuicios consiste en pensar que las personas que van por la calle con bates de béisbol son violentas. A veces es útil, pero no siempre. Por ejemplo, puede ser que la persona con el bate de béisbol sea el jugador de una liga local. Es lo que tienen los prejuicios: son muy poco precisos.
Dice Vlad Savov, reportero de The Verge, que sus reseñas están sesgadas, y que por ese motivo deberíamos fiarnos de ellas. Su artículo hubiera podido acabar ahí, pero decidió empeorarlo con una mezcla de sofisma y confesión de cuatro párrafos en la que defiende el uso del prejuicio en sus artículos. Entiendo su desahogo. Todos los analistas tecnológicos hemos sido acusados en algún momento de favorecer una marca frente a otra. Es parte del fanatismo tecnológico actual: si no eres A, tienes que ser B.
Lo que Vlad hace es defender el prejuicio como valor añadido. Pero es ridículo: no hay mérito alguno en tener prejuicios. El auténtico valor añadido del periodismo está en detectar, aislar y diseccionar el prejuicio en cuanto se detecta, y estar alerta por si vuelve a aparecer. Un periodista puede incluso empaparse en prejuicios si esa es su misión, pero si en lugar de escribir un análisis se limita a revolcarse sobre papel en blanco, el resultado no es un artículo, sino un envoltorio de fritanga.
Hay quien defiende el periodismo de opinión como algo necesario. Y me parece estupendo. Las buenas opiniones abren nuevos caminos en las mentes de quien las lee. Las mejores inducen a hacerse preguntas importantes. Pero cuando el propósito de una pieza es informar, la opinión debe apartarse o limitarse a pinceladas casi imperceptibles. Es deber de quien informa hacer el esfuerzo de considerar otros puntos de vista, analizarlos y resumirlos para su audiencia. Lo otro, lo de Vlad, es solo mala literatura.