En el siglo XVI, Giorgio Vasari escribió una importante obra sobre la vida de los artistas del rinascimento: Le Vite de’ più eccellenti pittori, scultori, e architettori. La publicación del libro coincidió con el apogeo del manierismo, un estilo que surgió cuando los artistas de la época, al considerar que era imposible mejorar la técnica de los grandes, se volcaron en su imitación y perfeccionamiento. Ambos sucesos -la publicación del libro y el apogeo del manierismo- no fueron casuales: los artistas necesitaban emular la personalidad artística de maestros que consideraban inalcanzables, y Vasari les proporcionó el ansiado “código fuente”.
Los rasgos del manierismo los hallamos ahora en los videojuegos. Ya no es posible efectuar una buena crítica de un juego sin considerar quién lo ha creado y cómo; tampoco se disfruta igual. Por eso vemos Indie Game: The Movie, leemos en Twitter las ideas de Peter Molyneux y seguimos al creador de Minecraft, Notch, mientras crea un nuevo juego en tan solo 48 horas, como un Giotto _reloaded _que se dispone a trazar un círculo perfecto sobre una pantalla. Los autores de videojuegos son las nuevas estrellas a seguir. Sus personalidades importan tanto o más que sus juegos.
La implicaciones de todo lo anterior para quien escribe sobre videojuegos son importantes. La fase artesanal de la profesión se acabó. Ya no hace falta explicar qué es un juego, ni tampoco cómo ha de jugarse. Los trucos son para quien considera los videojuegos como pruebas de habilidad o pasatiempos. El tipo de comprensión que reclama el público ya no tiene que ver con el juego en sí, sino con su origen y con lo que quiere expresar. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la pintura, en el caso de los videojuegos apenas hay historiadores y críticos que satisfagan esta necesidad.
Sí, hay expertos que le guiñan el ojo a la parte biográfica del videojuego (una muestra excelente es Masters of Doom), pero mi sensación es que se trata de esfuerzos aislados. La corriente predominante en la crítica de videojuegos parece ser la de centrarse en el producto. Pero reseñar un juego como The Stanley Parable para hablar de sus gráficos es como mirar un cuadro de Pollock y criticar la calidad de las gotas de pintura: una soberana estupidez. Al otro lado está quien le guiña el ojo a la cultura pop que rodea a los juegos actuales; pero es eso, un comentario superficial del que solo recordamos la maquetación.
Se puede argüir que el videojuego es más pasatiempo que obra, y que debe ser criticado como tal. Hay debates encendidos al respecto, con museos que exponen juegos como si fueran arte y autores que, al retratar los juegos como un servicio útil, piensan igual que el artesano que talla figurillas de madera en su taller. Pero lo cierto es que lo que los expertos tengan que decir sobre el producto en sí interesa cada vez menos. Lo que mucha gente está buscando es trasfondo, información sobre el origen de la obra. ¿Quién ha creado esos niveles? ¿Qué problemas han tenido que aguantar los programadores? ¿Por qué esa música?
Los analistas de videojuegos actuales tienen la opción de seguir el camino trazado por los historiadores del arte: estudiar y divulgar el videojuego como una forma de expresión y no como un servicio. De no hacerlo, lo único que aportarán a un público cada vez más experto serán números banales y ruido.