Esta aplicación no te deslumbrará con increíbles efectos especiales. No te cautivará con bellas portadas ni te emocionará con títulos llamativos (“10 increíbles operaciones que parecen imposibles”). Tampoco te ayudará a descubrir nuevos e intrigantes lugares, ni te presentará a las chicas más hermosas del barrio. No cambiará tu vida. No te garantizará el éxito. No hará que el pelo te vuelva a crecer.
Es asocial, fea y aburrida. Pero funciona.
Uso aplicaciones espectaculares a diario. Son llamativas porque en su interior hay personas. O mejor dicho, hay contenidos generados por personas. Fotos, textos, vídeos, recomendaciones, evaluaciones, estrellitas, puntuaciones, dibujitos. Quien usa aplicaciones, usa en realidad un espejo mágico: cuando sostiene el móvil delante del rostro, el usuario busca un reflejo mejorado de su vida.
Con la calculadora esto no ocurre. Pertenece a una generación de aplicaciones anterior. Es un accesorio, una modesta metáfora de una herramienta de trabajo. Las respuestas que da dependen únicamente de nuestras preguntas y acciones; no pone en el plato preguntas y respuestas de otras personas. Es una función, una caja negra que procesa datos y escupe resultados.
Para algunos la era de los accesorios ya ha pasado y las aplicaciones aburridas han muerto. Yo creo que no. Solo hay que quitar la vista de Facebook, Twitter o Instagram para recordar que el contenido, de por sí, no es útil. Lo que hagamos con él es otra historia. Consumidores de información somos todos, pero si la información la queremos procesar, entonces tenemos que abrir la calculadora.
Pero eso requiere pensar.