Lo veo una vez al mes. Está sentado en una especie de garaje repleto de chatarra. Sus manos están negras por la grasa de los aparatos que desmonta durante horas. Usa herramientas sencillas: un martillo, pinzas, un destornillador. No importa si alguna pieza se le resiste: en algún momento cederá, y lo sabe. Tiene todo el tiempo del mundo y un lugar en el que nadie le molesta.
Los vecinos lo conocen bien. A veces le llevan electrodomésticos agonizantes con la vana esperanza de que él los arregle. Saben que no es posible, pero no les importa: lo que necesitan es la excusa para llevarle chatarra. Mejor dársela a él que tirarla, piensan; el hombre hace tiempo que se jubiló, y quién sabe dónde están sus hijos y nietos ahora. Sin la chatarra, ese hombre no tendría razón de ser.