Tendrá unos sesenta años, el viejo. No son tantos. Treinta más que yo. Una vida más.
—Para, para— me dice mientras pedaleo en su dirección.
Veo un par de gafas de cristal grueso, un bigote canoso y una chaqueta beige. Su mano está levantada en un muro artrítico de piel y huesos. No hay ira en su voz, ni tampoco miedo. Es una voz de autoridad, severa y paternal. El hombre podría ser un filósofo de libro. O un sabio de los que sobreviven gracias a la pensión mínima. Hay tantos ya.
No paro. No discuto. Bajo la cabeza y contesto con un “Sí, sí” apesadumbrado y paciente. El “Sí, sí” que se le dice a un padre o a una madre que se quejan por lo que parecen minucias, como la ropa demasiado chillona o el corte de pelo demasiado atrevido. Para salir del paso. Para decir “te aprecio, pero déjame en paz”.
No creas que te he ignorado, viejo. No dudaría en decir y hacer lo mismo, si estuviese en tu misma situación. Levantaría también la mano temblorosa y soltaría una queja. Quizá no llegara a decir “Para, para”; no con esa firmeza, desde luego. Quizá me limitara a mirar mal y soltar un gruñido. Algo haría, estoy seguro de ello.
Pero, compréndelo, anciano mío: yo soy joven todavía, y tú no. Déjame pedalear y romper estas pequeñas reglas. Déjame rasgar ese tejido de seguridades que tú llamas sabiduría y yo llamo muerte. Deja que me equivoque y, en el error, viva, aprenda y crezca.
Y aparta, de una puñetera vez, de mi camino.