Oprimí la tecla Play. La lápida vibró durante unos instantes. La efigie de un anciano señor se materializó delante de mí. Sonreía sin malicia. Su rostro era tranquilo.
“¿Quién eres? ¿Qué quieres?”, preguntó. No supe qué contestar. “¿Quién eres? ¿Qué quieres?”, repitió el holograma con el mismo tono antipático.
“Háblame de ti”, le contesté.
La expresión de su rostro volvió a ser la de antes, la dulce sonrisa del finado. La proyección parpadeó unos segundos, como si una cinta se hubiera al fin rebobinado.
“Agradezco la pregunta. Dime, forastero, ¿qué quieres saber de mí?”
“Quiero saber quién eras”, repliqué.
“Un torero”, dijo él sin vacilaciones.
“Pero en tu tumba pone ‘General de Armada y Conquistador de las Islas Spratly”, protesté.
“Fue un carnaval bastante largo, aquel”, admitió el general, suspirando. “Pero yo fui torero”, añadió alzando la mirada.
“Usted me disculpará, pero… insisto… Lo pone aquí: ‘General’. No puede ser mentira. Usted ha dirigido ejércitos.”
“Ya. También me casé. Y tuve tres hijos. Y fui gobernador durante muchos años”.
“¿Y entonces?”
“Y entonces, nada. Fui un torero. Siempre lo fui”.
Era ya la duodécima tumba que me decía cosas parecidas. Regresé a casa confundido y cansado.
A la mañana siguiente, decidí abandonar los estudios de medicina y me alisté en el ejército: iba a ser el primer general verdadero del cementerio.