Resulta irónico que el corto que precede a Rompe Ralph sea una hermosa e inocente historia sobre dos enamorados que consiguen poner al azar a su favor. Porque Rompe Ralph es, por encima de todo, una fábula sobre lo importante que es mantener el equilibrio en el Universo y sobre la necesidad de que cada personaje sea fiel a su papel, de que cada hebra del tapiz se quede en su sitio, sin alterar el orden establecido. Y es que hay una diferencia fundamental entre los juguetes de Toy Story y los videojuegos de Rompe Ralph: los primeros no están atados a ninguna historia, a ningún guión redactado de antemano. El juguete es un objeto libre de protagonizar cualquier historia, de vivir su vida hasta ser físicamente aniquilado. Los videojuegos, por otro lado, inmortales en su feudo electrónico, se rigen por normas mucho más estrictas, que son causa de su neurosis.
El salón de recreativas obedece a una simple ley maniquea: los buenos son buenos y ganan medallas; los malos solo pueden ser malos. Ralph, el protagonista, rechaza su lugar en el mundo como malo frustrado. Y empieza a romper cosas, lo único que sabe hacer. Excepto la cuarta pared, ese mundo humano que apenas se vislumbra (como en Tron, película de la que Rompe Ralph roba más que un simple haz luminoso). Esos primeros minutos en los que el grandullón busca su medalla son épicos: la historia de Ralph apela a sentimientos de rebeldía con los que los occidentales nos identificamos de lleno. Y Ralph consigue su objetivo, aunque a un precio muy alto: al romper las reglas, daña el equilibrio del salón de recreativas. De héroe se convierte en villano. Mas su rebeldía se agota casi en el mismo instante en que aterriza en el mundo de la pequeña Glitch.
Es Glitch quien transmite el mensaje más bonito y conmovedor. El suyo es un problema existencial. No encuentra su hueco en un mundo del que ha sido excluida por una falla en sus “genes”, en su código. Ella misma es un error, un elemento desestabilizador. Sus ataques la confinan a una vida de sueños imposibles. Solo gracias al amoroso Ralph, que se reconcilia consigo mismo cuando está a punto de dar su vida, consigue volver.
No había, pues, ningún fantasma en la máquina. El punto débil era un punto fuerte.
¿Y el auténtico malo? Es Turbo, quien buscando la inmortalidad ha quebrantado las leyes de los juegos. Es un rebelde sin esperanza, un ser condenado a vagar de juego en juego como esos bichos que pululan por la red. El estúpido Félix, en cambio, es el héroe clásico, un Guybrush incapaz de plantearse preguntas y perdidamente enamorado de Calhoun, una Brunhilda ataviada de marine que al final pierde la lucidez y se une a la farsa. Lástima.
Rompe Ralph es, en resumen, una alabanza de la resignación útil, un elogio del estoicismo propio de los videojuegos. Para un _Götterdämmerung _habrá que esperar. O ver Matrix.