El plástico de las cintas VHS tiene un olor particular. Las más antiguas huelen a queso. También las cajas que guardan las cintas huelen así. Un queso mediocre, un Emmenthal picante de los que se ponen en los bikinis de los bares de barrio.
Entrar en un videoclub es como entrar en una tienda de quesos. El producto se puede tocar, oler, incluso morder. Uno puede dejarse ver y mirar a los demás. Como en una biblioteca, es posible espiar a otros en sus elecciones, intuir sus gustos.
Los casetes más populares han estado ya en decenas de casas y reproductores. Cuando sostienes esos doscientos gramos de plástico negro, imaginas las fiestas que han amenizado, las discusiones que han aplacado y las soledades que han llenado.
Meter la cinta en el reproductor es como deslizar la mano en la boca de un monstruo, un cocodrilo japonés. Los sonidos mecánicos acompañan la tensión previa a la reproducción. No sabes qué verás ni si te gustará. El monstruo se ha tragado la historia.
El rebobinado es la parte más relajante de todo el proceso, un momento casi post-coital en el que aprovechas para desperezarte y encender un cigarrillo. El zumbido del pequeño motor indica que todo vuelve a empezar, que toda historia es cíclica.
Es cada vez más raro oír ese sonido. El cine, como la música, se ha digitalizado casi por completo. La distribución digital es más cómoda, ecológica, económica. La calidad de visionado es más alta. Incluso hay extras.
Pero yo voy a echar de menos ese olor a queso.