Es bien sabido que las experiencias místicas no se pueden describir. Son inefables como el brillo del sol sobre millones de granos de arena, impermeables a cualquier intento de comprensión.
De ellas puede nacer cualquier cosa: poesía, música, un sentimiento religioso, una emoción. Todas ellas débiles copias del original, subproductos que intentan transmitir un sentimiento prístino y al alcance de pocos.
Journey, videojuego y parábola de bolsillo, lo intenta.
Su trama ha sido cuidadosamente entretejida con elementos comunes a casi todas las culturas humanas: el desierto y la montaña, la pequeñez del héroe, la alianza con la naturaleza, la ciclicidad de todo. Conecta bien con nuestros mitos.
Su desarrollo logra anular por breves momentos la conciencia del protagonista. Que eres tú. O yo. O nadie. No hay nombres ni tampoco rostros; solo capas que ondean al viento, pasos suaves y balidos melodiosos.
Que viajes solo o acompañado poco importa. Puedes sentarte a meditar mientras el otro se desvive por alcanzar un saliente o acompañar a tu gemelo en acrobacias aéreas, ambos lanzados cuales pañuelos de seda en un torbellino.
Ni la historia ni el destino importan; lo único que cuenta es haber caminado. Al fin y al cabo, ¿qué es la tierra prometida sino aquel lugar en el que se asienta el alma que ha hecho las paces consigo misma?