Me gusta la sede del Colegio Oficial de Pesadores y Medidores Públicos. Es un edificio feo, bajo, de planta rectangular, rodeado de árboles marcianos que no logro identificar, repletos de gruesas espinas cónicas que tapizan troncos hinchados y lisos como boas recién comidas.
Gruesos ventiladores giran con pereza, animados por el ritmo burocrático del Colegio. Imagino a los técnicos, a los más ancianos, sentados delante de escritorios decadentes, belenes hechos de calendarios podridos, viejos informes desdibujados, páginas amarillentas, bandejas atiborradas de formularios enmohecidos. Todo ello regado con luz de neones azules.
El edificio en sí, como decía, es feo, pero no por azar: su fealdad es estudiada, funcional, el resultado de años de uso intensivo y negligencia calculada. Es feo como una viuda que se sabe no vista, no cortejada. Ahí, plantado a pocos metros del mar, es también un símbolo de valor arquitectónico, de osadía urbanística: no teme el juicio ajeno, no necesita esconder las persianas oxidadas ni las ventanas sucias, similares a las hendiduras de un búnker.
La gente lo ignora. Sabe que existe, por supuesto, pero de la misma manera en que saben que la roca es sólida o el agua moja. Es como si estuviera emitiendo un campo de invisibilidad, una zona de sombra. No intenta gustar, no mendiga fotos a los turistas, no se vende. En esta ciudad, que se jacta de ser de las más hermosas del mundo, es un raro y un incomprendido. Un solitario.
Será por eso que me gusta.