Encendió el cigarrillo. Fumó la mitad. Entrecerró los ojos. Cuando su mano acarició el brazo de ella, no fue más allá del codo.
—Quería decirte que— empezó.
Ella giró la cabeza. Miró con interés el hombro de él. Sonrió con el lado derecho del rostro.
—¿te quiero? — preguntó ella.
—S— silbó él, tendiendo la mano en el vacío.
—í— exclamó ella, parcialmente emocionada.
—Sin— dijo él.
—¡duda! — gritó ella.
—Embargo— corrigió él.
—¿Es demasiado? — preguntó ella, esperanzada y asustada.
—Pronto— contestó él, alejando un poco la mano.
Ella permaneció en silencio durante un rato —ni demasiado largo, ni demasiado corto—. Luego, sonrió. Una lágrima surcaba su rostro.
—¿Cuándo? — inquirió.
—Partiré— concluyó él, con dudosa firmeza.
—Entonces— dijo ella.
—Adiós— dijo él.
—¡Tristeza! — exclamó ella, abrazándole una sola pierna.
Y vivieron casi felices y comieron dos cuartos de perdices.