Recuerdo cuando recibí mi primer puñetazo en el ojo.
Ocurrió en el colegio, a la hora del recreo. Yo tenía ocho años; el otro idiota, seis. Yo estaba tranquilo, mirando a los demás; el otro debió de pensar que yo era un blanco ideal para sus nudillos. Caminó hacia mí y, sin mediar palabra, me golpeó con un derechazo incierto. Luego, como si nada, se giró y regresó con sus compañeros.
Mi primera reacción fue de sorpresa. ¿Por qué motivo quería el otro hacerme daño? No había visto venir el golpe, no lo había imaginado siquiera. En mi cabeza, los seres humanos eran racionales y buenos, e incluso en la maldad seguían una especie de código de honor. Aquello no tenía sentido.
Pero entonces comprendí que no le podía exigir explicaciones, no podía sentarme con él y preguntar por qué lo había hecho. Las compuertas de mi ira se abrieron de par en par –nunca lo hacían gradualmente- y perseguí al imbécil. Mi placaje lo dejó tendido en el suelo. Lloró.´
Sus compañeros se lanzaron a defenderle: mi espalda recibía docenas de pequeños golpes mientras mis oídos se llenaban de insultos. Pero pude levantarme. Cuando la maestra intervino, señalé mi ojo con rabia y eso bastó para que ella entendiera.
Años después, sigo sin saber el porqué de ese puñetazo.