Ambulatorio

La mujer del ambulatorio está de pie. Lleva un buen rato esperando a que la llamen. Tiene el pelo corto y gris, manos forradas de callos y una cabeza redonda, hinchada, con dos ojos negros que en otra época hubiesen parecido dulces. Su feminidad se ha perdido por el camino: era una maleta demasiado pesada como para que pudiera subirla a bordo del avión low-cost de su vida.

Me siento y la miro. Y ella me mira a mí. Como no hay nadie más a su alrededor, se acerca y me habla. Su marido, me explica, está abajo, sentado; no sube porque está nervioso. Y entonces empieza a contarme la odisea de su consorte. La diabetes que casi lo mata, las discusiones con el médico hasta calibrar la medicación, el miedo a que el nuevo no entienda que la vida es dura y la gente toma azúcar aunque se lo prohíban.

Asiento. Nunca he tenido la determinación para negarme a escuchar un relato. Los médicos tienen sus argumentos, concluye suspirando. Yo hago lo mismo: sonrío y suspiro, porque sé muy bien a qué se refiere. Yo también podría hablarle de médicos, cabezonería y desobediencia. No obstante, prefiero callar, porque se me da muy mal buscar consuelo en los demás o pedir ayuda.

La mujer sigue hablando. No sé muy bien cómo, ahora ha pasado a hablarme del trabajo: es autónoma, como su marido, y se dedica a instalar toldos. Es una profesión muy dura. Yo no lo sabía. Al parecer, la demanda de toldos se dispara en verano, cuando la gente se acuerda de repente de que el sol está convirtiendo su piso en un alto horno. El invierno, por el contrario, es época de vacas flacas, en la que toca llamar a los clientes para recordarles que en verano necesitarán refrigerio y habrá cola.

Su marido está de baja y ella está sola. Le sugiero que contrate mozos, pero ella niega con la cabeza; es complicado contratar a aprendices, la ley es muy severa y hay que hacer mucho papeleo. Y entonces algo se conecta en su cerebro y le ilumina los ojos como si alguien estuviese pasando por su fondo con una linterna. ¿Tienes trabajo?, me pregunta. Esta vez mi sonrisa es más comprensiva. Sí, sí lo tengo. Ella ya esperaba mi respuesta, pero había que intentarlo de todas maneras.