Me gusta llegar antes a los lugares. Las situaciones están todavía empaquetadas en película transparente y el aire tiene una pizca de duda que yo encuentro deliciosa. Fijo en un rincón, me pongo a contar peatones, pichones, ladrillos, colillas. Las irregularidades de una pared se mueren de ganas por contarme todo lo que han visto a lo largo de años de discreta vigilancia. Un seto me mira y sonríe cansado mientras el enésimo perro mea sobre sus raíces. Hay una papelera que ha tragado muchos secretos, pero calla. Nadie le sacará nunca la verdad, y ella lo sabe. Su pose es heroica. La puerta de servicio de un bar de copas, grande y con heridas bajo las cuales se adivina óxido y mugre, gime en silencio como un padre que no puede ver a sus hijos. Dos bolsas de basura le acompañan en el sentimiento; un tubo de desagüe llora copiosamente. El cable de teléfono se encoge en su vaina: no quiere saber nada de todo aquello. Solo un viejo ladrillo mantiene la compostura, y enseña al mundo su culo mientras el rostro asiste impasible a generaciones de dramas domésticos. El banco me mira y suspira con un crujido.