—¡Cantadme lo que queréis!—, exclama la nueva camarera.
Labios grandes, pelo negrísimo y largo, recogido en una cola de caballo. Cejas frondosas, piel blanca, maquillaje elemental: es una joven felliniana. En su rostro hay vida, energía y sensualidad suficientes para enamorar un ejército.
—Café—, consigo articular. —Y un sandwich.
Garabatea cuatro símbolos en su papiro y se va. Estuve a punto de cantar, me gustaría decirle. Y la laringe, de hecho, estaba preparada para soltar un alegre tralará, una gilipollez improvisada. Quizá hasta hubiese bailado.
Pero es el momento equivocado, así que callo y camino en silencio hasta la mesa. Habrá más días para suspirar, cantar y hacer el bobo. Ojalá me pidas que cante todos los días.