—Te quiero, papá—, dice el hijo, un hombre alto y calvo, barba de dos días y cara de pocos amigos. Se queda en la puerta, visiblemente afectado: no está acostumbrado a despedirse de esa manera.
—Yo también te quiero, hijo—, dice el padre mientras se aleja. Su cuerpo apenas llena la ropa, la chaqueta se apoya en hombros que intuyo esqueléticos, las piernas se arrastran.
La mirada del padre: gafas viejas, sin ojos, sin las lágrimas que cabría esperar. Su voz, que a duras penas consigue atravesar el bigote, es una pequeña llama en medio de la ventisca.
Ocurre en dos segundos. Las tragedias son más suaves que esos dos segundos, pues tienen argumento, situaciones, personajes. Sobre todo, tienen un final. Yo asisto a una escena de un drama que no conozco y cuyo desenlace jamás me será revelado.