—Les gusta el grano más que otra cosa—, dice el hombre.
Está sentado sobre uno de los escalones que bajan hasta los muelles del puerto deportivo. Mientras habla, martillea con método un trozo de pan seco, produciendo un polvo fino y amarillento. Tiene razón: en cuanto desenrosca una de las botellas en las que guarda el grano, las aves cierran el cerco y picotean con frenesí. Esboza una sonrisa.
—Vaya—, alcanzo a murmurar. No tengo palabras para nadie, ni siquiera para mí mismo. Me quedo plantado en la acera, con las manos en los bolsillos y la cámara colgando del cuello. —¿Viene aquí a menudo?—, le pregunto con un hilo de voz.
—Todos los días. No a la misma hora, no a la misma hora—, puntualiza.
Tiene un martillo, un silbato y dignidad. Con el primero desintegra el pan; con el segundo me llamó la atención cuando me aprestaba a sacarle un retrato; la tercera, intuyo, está ahí, justo debajo del cuerpo decrépito, la ropa sucia y la mirada sin edad. Sus movimientos tienen la lentitud de quien toma fármacos. Cuando una paloma aletea demasiado cerca de su cara, cierra los párpados y manotea suavemente. Los pichones no le tienen miedo. El Universo entero parece ignorarle.
Pasan dos marroquíes. Él los ve, conecta algunas neuronas y suelta un Salamaleikum. Ellos devuelven el saludo algo incómodos y prosiguen su camino. Los labios todavía se le mueven cuando gira la cabeza y me explica el sentido de la expresión.
—Significa ”Que la paz esté contigo”. La paz de Alá,— me confiesa. Y luego, como si esa explicación no bastase, añade: —Yo soy medio marroquí… me hice una operación de cirugía plástica… antes era negro, ahora soy blanco—. Asiento como si me hubiera contado una gran verdad.
Le tiene un cariño especial al blanco, quizá por todo lo que representa. Deja que una paloma blanca se pose sobre su mano y aprovecha para explicarme que tienen ese no-color por ser todavía vírgenes. Farfulla algo sobre matrices y plumaje, cosas que me suenan a ornitología fantástica. Arroja unas semillas y las palomas se mueven en masa hacia esa dirección como si fuesen la extensión de su brazo.
—Tendrán sed. Sacaré agua—, dice de improviso. Se levanta y comienza a regar el suelo. Yo aprovecho para despedirme. —Que pase usted un buen día—, consigo decir. No sé su nombre, no se lo he preguntado. Me alejo pensando en la tranquilidad de ese encuentro tan extraño, en la soledad de aquel hombre que piensa por fuera: las palomas son sus ideas y sueños.
—Yo también tengo palomas, señor, pero ninguna blanca.