Ya no le encuentro sentido a las palabras. Las junto en combinaciones que se me antojan extrañas, poco familiares. Paladeo los fonemas sin encontrar más que aire. Las frases no saben a nada, los párrafos son extensiones de arena batida por el viento. Crear un discurso es saltar un abismo.
La gente habla sin saber lo que dice. Es el sonido tranquilizador de su voz lo que les impulsa a seguir haciéndolo. Su verborrea es corrosiva, me agrede. Esto, aquello, lo otro, un epíteto, un sustantivo: son los cuchillazos de un loco furioso, que describe arcos frenéticos con los brazos para causar daño.
Me callo cada vez más, dejando que el diálogo rebote sobre la muralla de mi silencio. Contestar sería prolongar la cacofonía; ser tajante, participar de la violencia ajena. Prefiero escudriñar, respirar hondo. A lo sumo, sonreír. Los labios sellados, la mente rebosante de imágenes y música.