Cuando decidí quitarle las ruedecitas a mi bicicleta no fue un día especial: sólo pensé que sería mejor moverme sin ellas, como los mayores. Me lancé confiado hacia delante, sin premeditación. Pies a ras del suelo, sonrisa forzada, corazón al límite.
Mantener el equilibrio era difícil. Basculaba hacia los lados, pero mi orgullo era mayor que el miedo a caer. Descubrí que, si me quedaba quieto por demasiado tiempo, el impacto con el asfalto sería inevitable.Por mucho que moviera el manillar, de nada serviría.
Entonces empecé a pedalear con fuerza. El movimiento era bueno, estable, y la bicicleta dejó finalmente de temblar. Cortando el aire fresco con mi cuerpo fui cogiéndole gusto a la velocidad. Me alejé de mis inseguridades y me adentré en un mundo más peligroso, más real.
Vuelvo ahora a pedalear sin ruedecitas, sabiendo que me esperan las carreteras más difíciles de mi vida. Caer me trae sin cuidado. Lo importante es no volver atrás.