Te seré sincero: no se me ocurren palabras de despedida. A mis labios no llegan saludos, mis ojos no se mojan. No he temblado, no me he desmayado, no he gritado al cielo. Si me visto de negro es porque así lo hago a diario. Si me ves suspirar, es por los problemas del día a día.
Al principio esto me asustó. Me pregunté si el corazón se me había vuelto de piedra, inmune a las pérdidas, al dolor, a la locura que brota de la ausencia. ¿Cuál de mis emociones había desaparecido? ¿Por qué mi corazón latía igual que siempre? Me toco el rostro: es de carne. Mi sangre, roja. Mi piel, caliente. Estoy vivo. Y entonces, ¿qué me pasa? Tal vez sea la distancia, que me protege de los lugares en los que rompería todo dique.
Sea como fuere, renuncio a la cursilería de los epitafios y de los homenajes. Me niego, sobre todo, a retozar en la melancolia. No te hubiera gustado. Ahora estarías riendo a carcajadas; riendo y llorando al mismo tiempo, porque tú eras así de gallega. Lluvia y sol, frío y calor, humor y seriedad. Los ojos chispeando y el gesto sereno de quien vive el momento.
Me gustaría aceptar la mentira piadosa de que sigues entre nosotros, mirándonos desde tu nubecilla de algodón. Algunas mentiras, dicen, ayudan a vivir. Esas y la ignorancia; pero ninguna de las dos es de mi agrado. ¿Por qué te hablo, pues? Porque existes en la memoria, el único sitio por donde transitan las almas cuando los cuerpos desaparecen.
Es tan fácil. Cierro los ojos y estamos en la cafetería de la facultad, hablando de nuestros problemas. O paseando por el campus. Suelto un chiste y sonríes. Te doy un consejo y asientes. Y luego tú me aconsejas a mí, porque así funcionan las cosas. Así es la amistad, incluso en la distancia. Lo último que me dijiste fue que un día me cogerías por banda y charlarías conmigo, guiñando el ojo en esa ventana de chat. Cuando iba a contestar, ya te habías ido para siempre.
Un duelo no se distingue mucho de una fiebre alta y persistente: una vez que lo pasas, vuelves a estar bien. No es mi estilo, y lo sabes. Es cierto, la continuidad se ha roto. Pero yo no voy a dejar que te disipes. Formas parte de mí, y el impulso con el que me muevo lo debo también a tus empujones, a tus ánimos, a cómo te partías de risa cuando soltaba algo gracioso. Respeto el dolor, pero jamás será mi regalo. Querré hablar de ti cuando esté con la gente a la que quiero, y compartir con los demás lo que tú has sido en vida.
Y si algún día las lágrimas llegaran, dejaré que surquen mis mejillas; pero luego sonreiré otra vez, como tú me enseñaste.