Cuántas veces he añorado ser un témpano de hielo a la deriva por mares viscosos, indiferente ante los acontecimientos del mundo. Cuántas veces he querido carecer de nervios, encerrarme en un mutismo robótico, sin ojos, sin dolor, sin distracciones. Atravesar la vida con zancadas cortantes, cínicas, que aplastasen cualquier emoción y acabasen con la duda.
Ahora me percato de que ese deseo mío, el de ser una máquina eficiente y despiadada, siempre fue una paradoja absurda y cruel. Pues en mi emoción es donde siempre he encontrado la auténtica fuerza para seguir adelante. En la rabia que me hace apretar los puños, en la alegría contagiosa. Incluso en la tristeza, que me ha hecho sentir más vivo, más lúcido, más dispuesto a seguir gritando.
Es un arma de doble filo la emoción, bien lo sé. Pero acepto que así sea, que el dolor sea a la vez maestro y verdugo, que la pasión nuble mis pensamientos, que el miedo me embista con franqueza. Ya no añoro tener un cuerpo de metal bruñido o una máscara imperturbable. Quiero sentir más que nunca: amar, soñar, enloquecer y volver a despertar.
Una y otra vez, una y otra vez, hasta evaporar.