Cuando dejo de agobiarla con tareas, mi mente deambula y ejecuta su propio salvapantallas. Al ducharme, por ejemplo. O cuando cubro mi cuerpo con sábanas calientes. Incluso cuando mastico un mendrugo de pan, contemplando las baldosas de la cocina. Basta con desenfocar la mirada. En esos instantes, siempre viajo al pasado.
Son sitios que visité una o dos veces cuando era niño. Cruces de carreteras, trozos de acera, un pórtico oscuro, el escaparate apagado de una tienda. Los detalles afloran con naturalidad: el color de los adoquines mojados, la textura de una pared, el olor de un callejón olvidado. Postales irrelevantes, que nadie más compraría.
Me recreo algunos minutos en la serenidad de ese limbo, en sus detalles vívidos. Son mi forma de recuperar la tranquilidad de la infancia, cuando todo parecía más simple. ¿Estoy cansado? Entonces dejo que refluya dentro de mí esa hueste de fragmentos perceptivos. El olor picante de la bruma, la áspera superficie de la tierra en la que jugaba, el sabor de la hierba.
Y me siento feliz.