Los lugares abandonados, los recovecos oscuros y polvorientos, los espacios angostos por donde pasa el cableado y los tubos de neón. Los trasteros ocultos, los quioscos cerrados, los armarios elevados y llenos de viejos papeles. Los últimos bancos del metro, los refugios de los túneles, las buhardillas remotas y mohosas, los conductos de ventilación.
Todos esos lugares seducen mi mente.
Son el refugio ideal para huir de lo obvio y del brillo idiota de los demás. Nadie les presta atención: es como si no existieran. Sin embargo, ahí están, proletarios del urbanismo, soportando en silencio el peso de lo bello, de lo que hordas de pirañas fotografían hasta la náusea cada verano. Lugares para el no-recuerdo, invisibles, feos, necesarios.