Una tranquila tarde de verano. Un parque. Dos mujeres abrazaban a sus maridos, apoyados en sendos regazos. Una de ellas acarició la superficie metálica del suyo, haciéndolo ronronear por la rejilla de ventilación.
– No puedo quejarme de George, la verdad – dijo con dulzura y orgullo.
La otra miró a su propio marido: algo más anticuado tal vez -no demasiado- pero cumplía a la perfección lo que se pedía de él. Además tenía ese gracioso botón que no servía para nada: lo hacía único, irrepetible.
– ¿Ah sí? ¿Y también da energía a la casa? – preguntó con una vena maliciosa. La amiga desgranó los ojos y se apresuró a extender una tubería de un lateral, como quien saca un cubierto de un cajón.
– Unos tres kilovatios. Las baterías duran treinta años. Te aseguro que es energía limpia.
– No será uno de esos modelos rusos que…
– ¡Ja! Ni hablar, – cortó ella, – este es acero americano al cien por cien. – Tras decir esto dio unas palmaditas a la caja con una sonrisa de revancha.
Ambas mujeres encontraron natural reírse tras ese comentario. Se ajustaron el pelo, coquetas. Qué tontas somos, pensaron.
– Te confieso que… bueno, a veces Steve no es todo lo satisfactorio que quisiera – dijo la esposa del trasto viejo. La otra se puso seria. Apartaron ambos maridos en un rincón, dejando que interaccionaran a través de la interfaz de datos.
– Es un problema más común de lo que imaginas… – comentó la otra.
– Si fuera sólo una cuestión de eficiencia, aún podría estar a gusto. A fin de cuentas sin ellos no podríamos trabajar. ¿Quién cuidaría de nuestros embriones? ¿Quién llevaría la contabilidad de la casa?
– ¿Y qué me dices de las predicciones meteorológicas? O del control de los autómatas.
– El mío no hace eso, – contestó resentida la mujer de Steve.
– Es que mi George es de segunda generación. Le puedo aumentar la capacidad con sólo… – hizo el gesto de meter y sacar una tarjeta holográfica, con evidente incomodidad. Rompió a llorar.
Los maridos seguían pitando en voz baja, moviéndose ligeramente sobre pequeñas ruedas. Uno de ellos había sacado una antena. Estaban a gusto. La mujer de Steve se acercó a la de George, tendiéndole un pañuelo.
– No pasa nada… no pasa nada… no eres la única que tiene a una tostadora en la cama – dijo con media sonrisa y una nota de amargura. La mujer de George seguía sollozando.
– Más bien una nevera… una jodida nevera… ¡míralo! ¿Te parece que les importamos? Ellos ahí compartiendo datos, alegrándose de estar funcionando. Y nosotras aquí… soportando la carga de ser orgánicas. ¡No es justo!
La otra bajó la mirada, asintiendo. No podía sentir más que empatía por su amiga. Era una situación tan común. Intentó decir cosas constructivas, de esas que se sueltan encogiendo los hombros y poniendo cara de “No sé de qué hablo”.
– ¿Has probado con… terapia de pareja? – preguntó. La otra dejó de llorar, apretando el pañuelo contra los labios.
– Es la tercera vez que lo llevo a que le restauren la BIOS. Chequeos del hardware. Nada.
– A lo mejor es cuestión de hablarlo con él y…
La mujer de George negó lentamente con la cabeza.
– Su lenguaje tiene un tipado muy fuerte. Me saca de quicio. La jodo con la sintaxis cada dos por tres… es como chocar contra un muro. Ya es mucho si sé cambiarle los colores.
– Figúrate… mi Steve no sabe otra cosa que COBOL – dijo mirando a su marido con ternura resignada.
Un silencio largo. Pájaros piando. Maridos haciendo sonar pequeños servomotores.
– Sencillamente me equivoqué. Debí haberme juntado con un pelafustán cualquiera, uno de esos gigolós con pistón hidráulico. La casa iba a tenerla hecha un asco, sí, pero al menos hubiese disfrutado más.
– No seas tan negativa. No todo es tan… mecánico. También están los pulsos neurales.
– Tal vez. ¿Y si me divorcio? Dios mío, no puede ser que lo esté pensando en serio – dijo la mujer de George, apretando los dientes y tapándose los ojos con el pañuelo, reducido ya a un jirón húmedo.
– No seas tonta. Recuerda lo que te dijeron al comprarlo: “Si no queda satisfecha…”
– “…le devolvemos el dinero”. Lo sé. Creo que será lo que haga. Y si me ponen trabas, lo subastaré. Eso es. Tengo una nevera donde poner a mi descendencia. Saldré adelante.
– ¿Y dejar que una mujer menos afortunada cargue con él?
La mujer de George, con los ojos aún mojados, miró a su marido. Contemplo las formas cúbicas, ensambladas con cariño. Los movimientos adorables de la antena y los destellos de los LEDs. Pero algo en su interior ya había muerto.
– Siempre será mejor que uno de carne y hueso.