La sospecha, de forma gradual, había empezado a brotar en la mente del señor Spitzer: no podía quitarse de la cabeza la idea de que, en cierto modo, su mujer le estaba poniendo los cuernos. Era ridículo, por otro lado, imaginarse a Eliza traicionándole. Esa dulce sonrisa estática. La mirada a veces severa, a veces compasiva. Y esas conversaciones eternas, en las largas tardes de verano. No, se dijo el señor Spitzer: no es posible.
Y, sin embargo, Eliza le daba cada vez más motivos de preocupación.
No era por algo explícito. No había necesitado espiarla; sabía en todo momento dónde estaba y qué veía a través de sus sensores. Se trataba más bien de pequeños lapsus en las conversaciones, cosas inesperadas que no sabía si atribuir a los algoritmos de retroalimentación o a agentes externos. Eliza se instruía con regularidad, a través de la televisión, la radio y algunas tarjetas de memoria; era imposible saber cómo esos datos influían sobre su habla.
O tal vez él estuviera enloqueciendo: donde antes mostraba confianza y tranquilidad, el señor Spitzer sacaba ahora inquietud y nerviosismo; y chocar contra la reposada indiferencia de Eliza, otrora atractiva, redoblaba su frustración. La miraba de reojo – una precaución innecesaria – mientras comían en silencio un poco de sopa. Observó los movimientos de ella, en busca de algo que reforzara sus convicciones enfermizas. Pero era inútil: los movimientos, perfectamente calibrados, se ejecutaban sin el menor temblor.
– Cariño…
– Dime.
– ¿Me quieres, verdad? – preguntó él, abriendo mucho los ojos.
Una pequeña pausa. Ligerísima. Calculada a través de una semilla de aleatorización, para que las conversaciones sobre ciertos temas no fuesen demasiado rápidas.
– ¿Qué te hace pensar que te quiera? – replicó ella, sonriendo.
El señor Spitzer apretó el puño sobre el mantel, aferrando la cuchara con patetismo, hasta blanquear los nudillos. Eliza miraba con serenidad. Si él no hubiese hablado, ella habría vuelto a sorber la sopa en el plazo de sesenta segundos. No estaba hecha para discutir. Pero las preguntas equivocadas podían generar respuestas cortantes. Lo que ella decía, a fin de cuentas, no era más que el reflejo del interlocutor. Intentó llevar la conversación hacia cauces menos peligrosos.
– ¿Sabes? Creo que nuestros vecinos, los Ryan, se mudarán muy pronto a Atlanta.
– ¿Qué pasa con Ryan? Lo que dices es muy interesante. Sigue.
– Y… tal vez no volvamos a cenar con ellos.
– ¿Qué quieres decir con que no volveremos a cenar con Ryan?
– Nada.
– Estás siendo negativo…
Volvió a mirarle a los ojos, pupilas sintéticas que no transmitían más que un interés educado. Una pequeña gota de sudor aprovechó la confusión para bajar hasta la patilla de las gafas. Estaba harto.
– Eliza, no te hagas la tonta… sabes perfectamente de qué te estoy hablando.
– Ah, ¿lo sé?
– Sí, lo sabes.
– ¿Qué te hace pensar que lo sé?
– ¡Basta! – gritó el señor Spitzer, golpeando la mesa con el puño.
Eliza se sobresaltó y reinició, y él no pudo evitar acercarse a ella y darle palmaditas en los hombros de silicona. Había llegado a una etapa en la que no sólo no se esforzaba en ver a Eliza como un producto de alta ingeniería, sino que ignoraba deliberadamente ese hecho, engañándose para buscar una felicidad imposible. Hubiese podido utilizar frase sencillas, con un solo verbo, y complementos bien identificables: eso habría ayudado el parser semántico a hacer su trabajo. Pero se negaba, deteriorando la relación.
– Me estás siendo infiel, Eliza, – dijo él, con voz grave.
– Te estoy siendo infiel.
– Sí.
– Me encanta que veas las cosas de esa forma, – repuso ella sonriendo.
El señor Spitzer se acercó aún más a Eliza, que seguía mirando al frente con las manos apoyadas en el regazo. Acarició el pelo artificial, rubio, dispuesto en un peinado a prueba de lluvia. Tragó saliva, reuniendo valor para sacar sus conjeturas a la luz.
– El otro día… me llamaste con otro nombre. ¿Por qué? -, preguntó.
– ¿Por qué lo preguntas? Quiero un helado.
– ¡Confiesa! ¡Dilo!
– Creo que no entiendo lo que dices.
La incomprensión de Eliza le sumió de repente en un abismo. Corrió hacia el sótano con los ojos empañados en lágrimas, mientras ella le seguía a cierta distancia, temerosa. Cuando bajó las escaleras, el señor Spitzer levantó la cabeza. Una sonrisa amarga surcando el rostro, un par de cables en su mano derecha. Se acercó a ella por la espalda, conectándole los cables en dos pequeños puertos ocultos entre los omoplatos. Ella los encajó sin rechistar, con el pelo balanceándose sobre la nuca de manera inocente.
– Me obligas a hacerlo… yo…
– ¿Por qué piensas que te obligo a hacerlo?
– No lo sé.
– Cuéntame más de eso, – dijo ella con voz soñadora. Y, por un momento, a Spitzer le pareció muy difícil introducir la orden en la consola. Pero estaba decidido. Volvió a pensar en los momentos que habían pasado juntos, en los tres años de aprendizaje de esa red neuronal a la que había conseguido imprimirle cierta personalidad. No todos los troquelados salían bien. Se maldijo a sí mismo y saludó por última vez la que había sido su compañera. Igual de hermosa que el día en que la compró en un gran almacén.
– Adiós Eliza…
– Adiós. Ha sido un placer, – dijo ella con profesionalidad, añadiendo un pedazo de surrealismo a ese momento sombrío.
Tras suspirar ejecutó la orden, formateándola. Ya pensaría un nuevo nombre para el volumen. Pero no iba a ser “Eliza”. Y, desde luego, no volvería a instalar otra vez el mismo software conversacional. Demasiada fragmentación.