Se deslizó a trompicones entre los cuerpos, intentando llegar a la barra atestada y repleta de clientes. Los contornos de la enorme sala resplandecían con haces de luz ultravioleta. Sonaban canciones de algún grupo finlandés de post-rock: las palabras incomprensibles de la letra se mezclaban al ruido de docenas de conversaciones en paralelo, mientras un humo algodonoso descansaba sobre el suelo del local, abrazando tobillos y vasos rotos como niebla en un bosque.
Consiguió llegar incólume a la barra, una larga extensión de material cerámico sobre la que podía verse reflejada en los charcos de alcohol. El barman la estudió a fondo mientras pasaba los dedos por encima de las botellas; finalmente eligió una de pisco chileno y sirvió un vasito a la desconocida. Ella torció el gesto y lo empujó levemente de vuelta con dos dedos.
– ¿Qué pasa? ¿Quieres otra cosa? ¿Vodka? ¿Ron? -, sonrió crispando los labios exageradamente, – ¿Agua?
– Estoy esperando a una persona, – contestó ella, sosteniendo la mirada. El barman se encogió de hombros y atendió a otro cliente. No era su problema, pero pulsó de forma rutinaria un botón situado cerca de la nevera.
Casi al mismo tiempo una sombra se levantó de una de las mesas laterales y se dirigió a pasos lentos hacia la barra, con la mirada fija en la desconocida. Se paró a unos metros, justo debajo de un cono de luz azulada que otorgó a su rostro un aspecto fantasmal. Sonaba una pieza de música industrial: opresivos clangores y percusiones daban paso a voces grises que describían retazos de desesperación urbana. Ella cambió de idea. Pidió ron. Iba por el segundo vaso cuando el otro se sentó a su lado, estudiándola.
– ¿Estás sola? – preguntó él con voz tranquila. Ella se giró casi de golpe, asustada.
– No es asunto tuyo.
Siguió escudriñando la chica, que debía tener unos 25 años. El pelo negrísimo y los rasgos orientales, si bien delataban su origen, no daban ulteriores pistas. La ropa era elegante, bien llevada. Pudo apreciar señales de nerviosismo: el brillo ligerísimo del sudor en las sienes, los labios resecos, gestos compulsivos. Ella miraba por el rabillo del ojo mientras sostenía el vaso, temblando.
– Pareces tener lo que necesito, – dijo él, sonriendo de forma convincente.
La joven se giró otra vez.
– No creo, – contestó secamente. Él bajó la mirada, siguiendo el protocolo.
– Golpéame y lo sabrás.
Al oír esas palabras ella entreabrió los labios, sorprendida. El silencio era elocuente. Después de un algunos segundos de duda comenzó a quitarse el guante de piel. Él giró lentamente el rostro ofreciendo su mejilla, sin dejar de mirarla.
El bofetón fue rápido, minimalista, y no encontró oposición. Él se limitó a cerrar los ojos y encajarlo. En medio de la semi-oscuridad y el ruido nadie se había percatado del gesto, ejecutado con soltura ritual. Luego una lágrima surcó la mejilla enrojecida. Al verla, ella sonrió.
– Vaya, perdóname. No sabía que tú…
– No te preocupes, – se apresuró a decir él volviendo la cabeza como si nada hubiese pasado. Se quedaron otra vez mudos.
– Podrías estar fingiendo, – sugirió ella.
– Ya me he expuesto lo suficiente. Estamos rodeados de máquinas. ¿Necesitas más pruebas?
– Lo que tengo no puedo sacarlo aquí. Ven conmigo.
Lo arrastró tomándole la mano. Casi saltaba de alegría. Mientras volvían a cruzar la corriente de muchedumbre ella se giraba para sonreír. Parecía mucho más hermosa y segura. Eufórica casi. Los sonidos de la sala llegaban atenuados, vibrantes. Se apoyó contra una de las paredes, en la penumbra del pasillo de acceso. No hacían falta explicaciones. Llevó la mano de él a su mejilla. Era cálida. Inspiró profundamente.
– Dilo. Quiero oírlo, – pidió ella, con las pupilas dilatadas.
– Eres tan… humana… – dijo él, bajando las manos hasta el cuello.
– Sí..
Dejó que las emociones fluyeran libres, sin tapujos. Se mostraron vulnerables e imperfectos mientras se miraban y abrazaban en una forma ineficiente de comunicación, primitiva y prohibida. Se besaron, y se separaron con los ojos brillando.
– Tú también lo eres…
Él bajó los ojos. Apretó fuerte la mano esbelta que estaba acariciando.
– No, en eso te equivocas.
Ella sacó una sonrisa triste, al mismo tiempo que extraía un arma de su chaqueta
– Estaba mintiendo, idiota.
Él se congeló en una mueca de sorpresa y terror. No le dio tiempo a reaccionar. Dos golpes de armas sónica lo descompusieron en un popurrí de piezas mecánicas que gemían con ruiditos hidráulicos. La cabeza escupió algunas palabras entrecortadas.
– Eres… una org…
Una orgánica traficando con emociones complejas. Le había engañado. Pensaba controlar la situación, en su inmodestia positrónica. La muchacha se arrodilló y extrajo del tórax de aleación la batería principal, todo bajo la mirada impotente del robot.
– Si te reparan, sugiere a tus programadores que te enseñen a usar los labios de verdad, – dijo tras dar un cruel beso de despedida. Se alejó con paso seguro hacia la música.