Hace tiempo que olvidé mi verdadero nombre, y aunque lo supiera sería inútil. Es suficiente con decir que soy un dios.
No es una frase irónica. He sido condenado por la eternidad a ser el dios del pequeño y desierto planeta KD392919, mi celda esférica de 12.000 kilómetros de diámetro. Soy el único habitante de esta estéril masa de silicatos. Y no puedo salir de ella. No sé por qué estoy trazando estas palabras sobre una placa basáltica grande como Wyoming: nadie las verá nunca. Nadie se asombraría, en todo caso, de mi relato. Pero el deseo de comunicar es demasiado poderoso, y yo estoy demasiado ido como para dejar de cavar canales con mi dedo.
Dejadme que os cuente primero algunos detalles. Tal vez así lo comprendáis mejor.
En un momento indeterminado el Gobierno Interdimensional decidió crear un nuevo y perverso tipo de pena para quien cometiese delitos particularmente graves (como los de pensamiento). Quien conociera la complejidad y el carácter inhumano de una burocracia que se extiende por todas las dimensiones posibles y por los recovecos mismos de la psique no se sorprendería en absoluto de sus estrafalarios gustos en cuanto a orden público. La medida, dadas las características de los legisladores, se aplicó hacia el pasado y hacia el futuro en todos los flujos temporales.
Esta pena, decidieron por unanimidad, consistiría en relegar al reo a uno de los infinitos planetas desiertos que componen el Multiverso, dándole inmortalidad y poderes absolutos dentro de su yerma y despoblada jurisdicción. El condenado no podría abandonar nunca el cuerpo celeste, ni tampoco comunicar directamente con el exterior. Hasta la fecha han sido creados millones de dioses como yo, y la mayoría ha optado por suicidarse haciendo saltar por los aires el núcleo planetario. Sí, son esos preciosos destellos que veis en vuestros telescopios.
Ser un dios cautivo es como estar en una pesadilla recurrente, infinita y dolorosamente real, sin despertares y sin más monstruos que uno mismo.
Al principio uno siente un ligero y amargo optimismo y piensa que puede modificar a placer su destino. Se pone manos a la obra y, negando su impotencia, empieza a probar los nuevos e ilimitados poderes. Miles de veces he modificado la orografía de los continentes, despedazado montañas con un abrir y cerrar de ojos, cavado túneles de un lado a otro de la superficie, hecho explotar volcanes, secado y vuelto a llenar océanos, amasado torres imposibles hasta los límites de la estratosfera, y un largo y mitológico etcétera. Así una y otra vez, durante milenios.
El placer que puede hallarse en este patio de recreo, sin embargo, deja muy pronto de ser algo satisfactorio. La sonrisa torcida inicial se convierte en una mueca de aburrimiento y desesperación. He estado muchísimo tiempo sumido en la apatía, y en un sueño peor que la muerte, maldiciendo mi condición, mirando el cielo parduzco y tóxico desde el fondo de un cráter creado por mi caída. El peso de la soledad se vuelve doblemente intenso. Cuando el pequeño dios se percata de que su poderío no es nada sin un público, y que la soledad es un yugo insoportable, entonces todo se vuelve vacío y sin sabor. Muchos, como os dije, no soportan la perspectiva e intentan matarse desmembrando el planeta que le ha sido asignado.
Intentando desmarcarme de la mayoría he emprendido un sendero constructivo. Con un tiempo ilimitado a disposición he experimentado con los elementos, pensando en cómo crear vida. No tenía mucho más que hacer, excepto dedicarme a la masturbación geológica. Así que a partir de los primeros caldos primordiales, con mucha paciencia, intenté cultivar diminutas poblaciones de bacterias y algas. He invertido gran parte de mi tiempo en esta tarea, y aunque no esté seguro de que vaya a obtener algo útil al menos dispongo de un pasatiempo. Superados mis instintos más rabiosos, voy dándome cuenta del valor educativo de la pena infligida. Veo con otros ojos la malicia de quien me desterró aquí.
No ha sido fácil, pero empiezo a sentirme rehabilitado.
Puede que dentro de algunos miles de millones de años, después de una espera durmiente, consiga tener fieles. Para aquel entonces tendré por fin alguien a quien achicharrar o ahogar bajo un diluvio. Y esa perspectiva, francamente, basta para llenar de esperanza el corazón de un dios.