Los dedos dibujaban trayectorias invisibles sobre el teclado y el procesador de textos parecía una cascada de gotarrones negros sans-serif. Presa de una compulsión que conocía bien, pero que pocas veces experimentaba, me había lanzado a pleno galope hacia el final de mi novela. En la paz nocturna de mi estudio sólo se oía el tikitak constante de 300 pulsaciones al minuto, el bailoteo neurótico de la inspiración que – a juzgar por el sonido – tenía las patitas quitinosas de un arácnido.
Casi podía saborear el enorme alivio que experimentaría al soltar la palabra “fin” en la última página; pero, como en todo proceso orgásmico, una jamás reparaba en la tristeza y la sensación posterior de vacío. Post coitum omne animal triste, y esto se aplicaba muy bien a la escritura, al menos a la mía, renqueante, arrastrada y con ocasionales e infrecuentes saltos maníacos de los que luego solía arrepentirme. Éste, señores, era un salto. De los grandes, además. No tenía la más remota intención de parar. Sólo existían la pantalla y el teclado. El mundo habría podido acabarse entonces y me hubiese traído sin cuidado.
Afuera sonó un trueno. Me sobresalté, y miré por un momento a mí alrededor. Aproveché la pausa para secarme el sudor frío y preparar un Gin Tonic. Luego volví a machacar teclas como una posesa.
Estaba dando, por así decirlo, un giro radical a la novela. Después de muchos volúmenes en los que, pasito a pasito, había introducido a mis pequeños lectores a las crueldades del mundo adulto – pero siempre sin exagerar – había resuelto ir más allá, ser políticamente incorrecta hasta las últimas consecuencias y enviarlo todo a la porra. Uno tras otro, los personajes desvelaban sus verdaderos motivos, e intentar hacerlos comprensibles no siempre era tarea sencilla. Un poco de envidia allí, algo de narcisismo allá, ira, lujuria, y el juego – sucio – estaba hecho.
Llegué al momento más importante del último capítulo. Los dedos perdieron sus revoluciones y me quedé como un motorista ante un barranco, con su Harley borboteando perpleja y un matorral atravesando la calzada ante mis ojos irritados. No sabía qué hacer. Era un problema de combinatoria trivial: la cantidad de caminos que se desplegaban eran muchísimos, pues los elementos en juego eran también numerosos. Si mataba al personaje X, entonces el personaje Y reaccionaría de una forma y no de otra. Tenía muy claro, en todo caso, que el protagonista debía morir. Nadie lleva semejante carga y sale airoso. Apoyé las yemas de los dedos sobre las teclas.
De repente, alguien tocó el timbre.
Si ya de por sí me repatean las intrusiones diurnas, imaginad lo que supone oír un campaneo estridulo a las tres de la madrugada. Me acerqué al interfono: la pantalla no mostraba nada. Por nada no me refiero a que no hubiese nadie, sino a que la cámara de infrarrojos parecía apagada. Levanté titubeante el auricular y lo apoyé en la oreja: sólo oía el sonido de la lluvia. Putos bromistas, pensé. Me di la vuelta cuando el timbre volvió a sonar con insistencia. Descolgué como el rayo.
– ¿Quién es? Llamaré a la po..
– El protagonista no debe morir. Y hay que cambiar también otras cosas – dijo una voz grave y tranquila. No hizo falta ponerme dos dedos en la yugular para saber que el corazón iba a 180. Sentí unas súbitas ganas de orinar.
– ¿Quién coño eres? ¿Cómo sabes…?
– Déjeme entrar y se lo explicaré – contestó la voz. Otro trueno, más cercano, – Hace frío aquí fuera, y le aseguro que mi pasión por los chubascos tiene límites -, añadió. Podía sentir una sonrisa en sus palabras.
Colgué el aparato y me quedé pensativa durante unos instantes. Eché un rápido vistazo a la pantalla, que seguía allí, con el cursor parpadeando sin cesar. Al diablo, dije para mis adentros mientras pulsaba el botoncito que abría el portón. Me puse a andar de un lado para otro con frenesí, abrazándome a mí misma por la sensación de miedo. Después de un minuto que pareció eterno, oí un educado golpeteo en la puerta blindada. La abrí.
Tras soltar un gritito inaudible, estudié a la persona que tenía delante de mí. Alto, vestido con lo que parecía un anorak negro con extraños reflejos verdes, y botas negras sin lazos. Llevaba consigo un pequeño maletín. Cuando tiró hacia atrás la capucha vi su rostro: el de un hombre joven, barbudo, y de mirada pacífica. Me sonrió.
– Salve. Gracias por dejarme entrar. Créame, no hubiese querido recurrir a otras medidas – me dijo sin moverse de su sitio. Sostuve su mirada sin problemas.
– Bueno… haga el favor de decirme quién es y qué quiere.
– ¿Puedo sentarme? -, me preguntó. Me mordí el labio y le indiqué con el brazo el sofá del salón. Me quedé de pie mientras él se sentaba, apoyaba el maletín sobre la pequeña mesita y soltaba unos extraños cierres magnéticos. Necesitaba beber.
– Creo que voy a servirme algo. ¿Usted bebe?
– Me muero por probar una Coca-cola. Hace años que no la hacen en… -, bajó la mirada. – Tráigame lo que quiera. ¿Tiene vodka?
Volví con otro Gin Tonic. A él le serví una vodka con hielo, lisa. Me esperaba con las manos entrelazadas y los codos apoyados sobre las rodillas, meditando. Le di el vaso y me senté en otro sofá. Llevaba en el bolsillo un pulsador de radiofrecuencias que habría avisado de manera instantánea a Scotland Yard – una no puede vivir sin uno cuando vende millones de libros como rosquillas. El desconocido tomó un largo trago de su vodka y suspiró.
– Gracias.
– Todo esto es de locos. Ni siquiera sé por qué le he dejado entrar… dígame lo que tiene que decir y…
– El protagonista. Como ya le he dicho, no tiene que morir. Es de vital importancia que no lo haga. Las consecuencias podrían ser catastróficas -, me dijo con seriedad. Sacó del maletín una pequeña pantalla con marco metálico y me la pasó. Se encendió nada más tomarla en mis manos. Aparecía la reproducción de un artículo de prensa del Independent con fecha 7 de octubre de 2025.
La Orden del Fénix mata al primer ministro Cunningham
Sentí cómo la cabeza me daba vueltas. Me bebí medio vaso de ginebra sin quitar los ojos de la pantallita, que mostraba la foto de encapuchados con un relámpago tatuado en sus frentes mientras la policía los arrestaba. Se veía el Parlamento en llamas. Los arrestados sonreían como maníacos.
– Pero qué coño… ¿qué diablos es esto? – pregunté al borde de la histeria. Afuera, la lluvia aumentó en intensidad. Me miró con el ceño ligeramente fruncido.
– El futuro.
– No lo entiendo… esto no tiene sentido… eso no ha ocurrido ni…
– Ocurrirá. Dentro de unos años, si usted publica el libro tal y como lo tiene escrito ahora mismo. Y no es lo único. Acabo de mostrarle la punta del iceberg. Pulse el pequeño botón en la base del lector para ver más documentos. Hágalo, se lo ruego.
Pulsé el botón. Vi una sucesión de artículos cuyas fechas espaciaban entre el año 2008 y el 2024. Noticias de suicidios, aparición de pintadas en el metro (un relámpago seguido por latinajos que me eran familiares), misteriosos casos de homicidio, e incluso varios recortes comentando la cancelación de la saga de películas que se estaban haciendo sobre mis libros. Conforme seguía avanzando por el flujo de noticias vi aparecer referencias acerca de la Orden del Fénix. Llegué a un artículo en el que veía a mi misma, más vieja. Pero algo iba mal. La fecha era el 11 de enero de 2014.
Famosa escritora asesinada por un maníaco en su casa de Londres
…la policía halló el cadáver esta mañana después de que los vecinos alertaran a las autoridades. La escritora fue hallada muerta en su dormitorio […] El principal y único sospechoso hasta la fecha es Harry Pzeifeld, un enfermo mental con antecedentes penales […] Durante el interrogatorio declaró haber vengado al protagonista de la conocida saga literaria creada por la víctima…
Sentí ganas de vomitar. Pero me sentía viva, y eso me dio fuerzas para levantar lentamente la mirada hacia el huésped. Antes de que pudiese decir nada, empezó a hablar.
– La literatura, especialmente la literatura infantil, puede tener consecuencias. Ningún escritor, ningún libro ha tenido más peso y más trascendencia en la mentalidad de millones de niños y adolescentes que los tuyos. Por ese mismo motivo, el gran poder que tienes entre las manos conlleva también… una gran responsabilidad – concluyó él, sonriendo con tristeza.
– Es… ¡es sólo un jodido libro infantil! ¿Por qué alguien querría matarme por…
– Imbuye a las pequeñas mentes con un mensaje de desesperanza… y el resultado será cuanto menos descorazonador. Sé que suena terriblemente inesperado. Pero vives en una época peculiar e imprevisible -, dijo mientras sacaba del bolsillo lo que parecía una calculadora. – Ése final de libro es desastroso. Puede que sea lo mejor bajo el punto de vista literario, pero conduce el horizonte de eventos hacia desarrollos bastante… negativos.
– No entiendo una mierda de lo que estás diciendo, majo. – Bebí otro trago del vaso, intentando recobrar algo de cordura. A fin de cuentas lo que decía el tipo podía ser perfectamente falso.
– Negación. Es muy natural. Podría intentar convencerte de que soy realmente un viajero venido del futuro. Por ejemplo recitándote el telediario que se emitirá mañana por la mañana. No creo que sirviera. Lo que sí puedo hacer es darte esto. Nos costó lo suyo encontrar un soporte informático compatible con tu ordenador.
Me tendió una diminuta memoria USB de aspecto exótico, con capacidad para 1 terabyte. La cogí en mi puño, con fuerza.
– ¿Qué es?
– Nuestro equipo ha redactado una docena de finales alternativos para tu novela. En realidad son casi doce novelas distintas. Pensamos que de esa forma podríamos facilitarte la labor.
– ¿Quién ha dicho que vaya a cambiar el libro? – pregunté asustada. Intenté, sin éxito, darme un tono arrogante. Él se levantó, sonriendo con cansancio. Se acercó a la ventana, desde la que se veía Londres ahogada en hectolitros de lluvia.
– Yo tenía ocho años cuando leí el último libro de tu saga. Recuerdo… recuerdo la fortísima sensación que me causó. Recuerdo qué supuso leer cómo se moría el protagonista en un sacrificio inútil. Ver cómo se desmoronaba sobre sí misma la dimensión de la magia. Recuerdo aquello como si fuese ayer. Y como yo, millones de personas, en el futuro -. Se dio la vuelta: – También recuerdo los atentados, el caos, las muertes, el clima policial que surgió a partir de ello.
Estuvimos en silencio durante un lapso que pareció durar una eternidad.
– No sé. Esta historia es… Tengo que pensar en ello, ¿vale? Creo que no pido demasiado…
Asintió, serio. Me dedicó una última mirada. Una mirada que lo decía todo. De repente, un relámpago iluminó la habitación y dejó el apartamento sin suministro eléctrico. No era tonta. Sabía cómo funcionaba la magia: cuando regresó la luz, él ya no estaba. Volvía a estar sola y perpleja, con dos Gin Tonic en el cuerpo, a las cuatro de la madrugada.
Abrí la mano: el stick de memoria seguía allí.