– Vivo felizmente con mi novio – me espetó con voz de soprano y una sonrisa blanquísima.
Sentado en la silla de aquel restaurante empecé a pensar en términos catastrofistas. Que si yo era demasiado cínico, o si mis cogniciones eran, por otro lado, las de un misántropo irredento. Escuchar aquella frase no era inusual, ni siquiera a la media hora de una cita en apariencia prometedora. Por qué razón necesitaban las mujeres decir que tenían novio… era un misterio. Y más aún escuchar esa coletilla repipi. Ese adverbio diabólico.
– Felizmente.
Ahí. Ahí estaba la clave del asunto. ¿Era yo el sibarita asqueroso, o ella la pava galáctica? ¿Qué fallaba? ¿Tenía que ir más allá de las apariencias? Sí. ¿Y qué pasaba cuando detrás de la fachada te encontrabas con la nada? Me sentía como Dave Bowman cenando con un monolito. Resultaba algo fascinante, bello incluso; pero, desde luego, no era el summum conversacional. Y, sin embargo, tenía delante a una mujer inteligentísima, con un cargo importante en una gran corporación. Hacía bien su trabajo, o eso comentaba.
– El silencio de estos espacios me aterra – le solté. Non sequitur, pero era mejor que clavarse el tenedor en la rodilla. Ella soltó otra adorable risita argéntea, y yo aumenté los ciclos de reloj de mi encéfalo para interpretar su alarido de delfina. Ríanse ustedes de los xenolingüistas. Aquello era peor que leer un cartel en Lineal B. Esbocé una sonrisa diplomática y tomé sorbos de vino rosado.
– Bueno, cuéntame más de ti, ¿no? Jijiji – dijo.
Arqueé una ceja, sin querer. Aproveché el bache espacio-temporal para volver a mirarla. Vestía una blusa ligera de escote caído, color canario muerto. Las gafas de sol eran tan grandes que le cubrían la cara al estilo Comandante Cobra. El largo pelo caía recortado en la frente y contribuía a aumentar su volumen craneal. Un aro con pequeños brillantes estaba colocado cual corona en la cabeza. Lo que había debajo de la mesa lo podía recordar: vaqueros apretadísimos, un ancho cinturón blanco con anillos metálicos y zapatos planos. O tal vez un modelo blanco de Nike-geriatric del ’78.
– Mi vida no es demasiado interesante. ¿Qué te gustaría que contase de mí? – le pregunté, sudando gotas frías.
Ella se encogió de hombros y emitió un “No sé” subsónico, alargado. Empezó a toquetear los cubiertos, poniéndolos en línea. Dejé que se aplicara a esa interesante tarea, e incluso después de que la terminara – recogiendo sus manos en el regazo y admirando la obra – seguí en un estólido silencio dubitativo. Quitándole algunos meses de vida operativa a mi hígado, reuní fuerzas y empecé a hablarle de mi mierdosa vida como investigador. Ella asentía a todo lo que dije, mordiéndose el labio en unos pasajes o bebiendo nerviosamente de la copa en otros.
Intentaba esforzarse por comprender un relato seco, poco genuino y narrado a trompicones. Hablar de mi condición de funcionario del pensamiento me desagradaba; era como invitar un familiar a casa y enseñarle varias veces donde estaba la enjundia en eso de desactivar bombas bacteriológicas. Desconecté un momento de la escena y me puse a observar la silueta de las gaviotas contra el cielo anaranjado. La vista que se disfrutaba desde la terraza era magnífica. Una exclamación de ella me devolvió al plano real.
– ¡Eh! ¿Sabes qué? Este finde voy a Lisboa. Será chachi.
– Fascinante. ¿Qué irás a ver?
– No sé, jiji. Creo que todos deberían viajar más – enunció con la seriedad de una catedrática, llegando incluso a darme un escalofrío.
No me molestaba que fuese una pija. Era algo más sutil. Había muchas formas de llevar una riqueza mediana, y algunas carecían de buen gusto y tacto. Otras adolecían de una falta de empatía completa. Pedir mesura y austeridad a una mujer así era como pretender que crecieran calabazas en los árboles. Pero me contuve. A fin de cuentas yo había causado aquella situación; era, por así decirlo, el arquitecto de ese momento. Continué conversando con ella acerca de temas intrascendentes y pagué la cuenta.
Eran las ocho de la tarde. Nos levantamos. Respiré hondo: ella parecía tranquila.
– Me ha encantado la comida. ¿Repetiremossss? – me preguntó sonriendo.
– Ha sido una cita agradable. ¿Que si repetiremos? Depende… – repuse nervioso, mientras me acercaba a escasos centímetros de su cuerpo y la aferraba por la cintura. Ella llevó los puños a mi pecho y bajó la cabeza, asustada.
– ¿De qué depende? – susurró.
– De si podré mejorar tu programación y tus algoritmos seductores – contesté somero mientras le subía el rostro hacia arriba con el dedo índice. Me miró perpleja. Podía intuir cómo su circuito semántico entraba en un bucle recursivo, sin salida. Y entonces la apagué con un beso.
Mientras la llevaba en brazos hacia el coche medité acerca de lo difícil que había sido calibrar mi subsistema romántico. Y de paso en lo incómodo que resultaba ir por ahí con un androide de 200 kilos en los brazos teniendo las propias articulaciones hidráulicas jodidas. Anoté en la agenda EPROM pasar por el taller de Donovan Robotics para que me hicieran una revisión rutinaria.
Otra cita perdida. Perra vida cibernética.