— ¡Papá, no!
La niña gritaba con angustia, observando a través de sus grandes ojos empañados en lágrimas lo que su progenitor — con un atisbo de ira comprimida en el rostro — le estaba haciendo a su casa de muñecas. Éste ya había crujido bajo el pie una minúscula silla de madera, roto una mesa de té liliputiense y arrancado dos pares de finas cortinas de las ventanitas del segundo piso.
Y no parecía intencionado a parar.
Donde un adulto hubiese visto un padre neurótico, presa de frustraciones intolerables o de un hastío mal digerido hacia su vida, la niña asistía a un espectáculo pavoroso e incomprensible, la transmutación de una figura afectiva importantísima en un monstruo cuyos procesos mentales no le era posible conocer. Sólo comprendía su propio dolor, que dejaba escapar a través de un llanto desbocado, primitivo.
Esa misma niña, años después, hubiera tenido ocasión para reflexionar larga y profundamente sobre las dificultades que entraña ser padre o madre, y sobre lo jodido que es para un niño entender de qué forma las emociones humanas maduran y se mezclan debido a las presiones del ambiente; de cómo esos colores vivos pueden engendrar mezquinas tonalidades grisáceas o fundirse en cromatismos biliosos, accidentalmente brutales.
Mientras destrozaba con método la casita, su padre hablaba. En realidad gruñía frases que para la niña no tenían significado alguno, excepto palabras sueltas como “mujer”, “futuro”, “dinero”, “mataría”, y el nombre propio de su mujer, que se hallaba en esos instantes en la cocina, intentando ahogar sus sollozos de esclava en trozos de papel absorbente que olían a fritanga. La niña no entendía por qué sus padres tenían tantos problemas para mostrar sus sentimientos. Y desde luego no comprendía por qué tenía que pagar ella el pato.
El problema más urgente, en todo caso, tenía que ver con su casa de muñecas.
Una casita preciosa, de madera, construida casi siempre con la colaboración de su madre, o con la ayuda excepcional de su padre — por ejemplo para la instalación de las luces internas, que casi nunca utilizaba. Añadamos algo de patetismo diciendo que la había ensamblado literalmente pieza por pieza, esperando pacientemente que el monedero se le llenara con los restos de la cuota asignada para la merienda, y que estos iban contaditos y derechos al bolsillo del juguetero del pueblo, hombre lunático pero justo.
Ahí estaba la casa, en lento pero constante crecimiento: pequeños muebles de madera, enseres de plástico, papel pintado, esporádicas apariciones de tejido aquí y allá. Toda la ilusión y las energías de la niña se concentraban en esa proyección de hogar ideal, en el que apenas se atrevía, por temor o respeto, a escenificar una realidad alternativa. Era, en ese sentido, una criaturilla muy precavida y modesta, que empleaba con extrema mesura las metáforas — entre otras cosas porque no quería desgastarlas.
La niña ya no miraba la casa: su padre la sostenía con una mano, mientras con la otra iba sacando de ella los pequeños muebles, dejándolos caer al suelo. Parecía un gigante buscando con los dedos un jugoso bocado. Su mujer había conseguido armarse de valor y apareció desde el umbral de la cocina para decir, con un hilo de voz, que parase. El marido giró la cabeza, casi incrédulo, pero algo en su interior le instó a seguir, a ejecutar el gesto máximo, obsceno.
Alzó la casa de muñecas con un grito gutural, y el tiempo pareció aminorar su marcha. Iba a estrellarla al suelo, a hacerla pedazos, añicos. Allí, delante de la niña, que tapó sus ojos: no quería ver lo que ocurriese.
Pero no ocurrió nada.
— Es difícil ser un buen padre, bien lo sé — dijo una voz tranquila.
La niña dejó de llorar y separó lentamente las manitas de delante de los ojos, descubriendo que había ocurrido un apagón y que todo estaba sumido en la semi—oscuridad; la escasa luz blanca de la calle penetraba desde una ventana a sus espaldas.
Con los ojos aún mojados pudo ver a un personaje peculiar al lado de su padre. Para ser justos, trozos de él. Se fijó primero en el musculoso antebrazo, que servía de soporte a una mano grande; esa mano se cerraba a su vez como una pinza de acero alrededor de la muñeca derecha de su padre. Y éste, boquiabierto, miraba a la figura sin poder emitir ni un mugido.
— ¿Cómo te llamas, pequeña? — preguntó el personaje.
Al principio no le salieron más que soplos de aire. Luego consiguió articular un inaudible “Sue”. La figura sonrió brevemente.
— Encantado, Sue. ¿Esta casa de muñecas tan bonita es tuya? — preguntó él, con un punto bondadoso en su entonación.
Asintió vigorosamente tras secarse una lagrimita.
— No voy a pegar a un padre delante de su hija. Esto debe quedar bien claro. No soy un amateur — confesó mientras ejecutaba una llave de ju-jitsu que dejó aplastado contra al suelo al destructor de casitas. Sue soltó un gritito de desconcierto.
Con un movimiento armonioso, depositó la casita en un rincón. El padre estaba tumbado boca abajo sobre la moqueta, inmovilizado, y cuando por fin consiguió protestar, fue para pedir que lo soltaran.
— No. Te has portado mal y mereces un castigo — comentó el personaje, levantando del suelo al progenitor asustado. Lo agarró de la camisa y lo sentó en una silla de un golpe. Tras pulsar un botón en su cintura comenzó a sonar música clásica. Una escena de El Cascanueces. El padre le miró con desconcierto mezclado a irritación. Sue sonrió nada más oír la música: se estaba divirtiendo, y su casa de muñecas seguía intacta.
— No se preocupe, todo esto tiene su utilidad. Verá, ser un superhéroe se parece mucho a taponar agujeros infinitos. Voy a ahorrarle el rollo sobre Sísifo y salto directamente al grano: ¡éste es un plan de prevención! — exclamó jovial el personaje, dejando que su cara enmascarada se crispara con una sonrisa tensa.
El personaje sacó de su pequeña mochila un tutú y lo tendió al padre, quien lo agarró renuente tras una breve pausa. Su cara había recobrado cierto color.
— No entiendo un carajo — consiguió articular con voz enronquecida. Su mujer miraba con una mezcla de fascinación y miedo desde una distancia segura. El superhéroe se mesó una inexistente barba.
— Cada año, chorradas similares a la que estaba a punto de cometer le cuestan al Estado Federal miles de millones de dólares. Usted no lo sabe, pero con gestos tan dramáticos está plantando la semilla de un potencial supervillano. ¿Se da cuenta?
El padre miró a la pequeña Sue, quien a su vez contemplaba embelesada al salvador de su casita.
— Un día la pequeña podría descubrir, por ejemplo, que puede manejar las llamas a su antojo, o que puede plegar metales con la sola fuerza de voluntad. ¿Cree usted que usaría esos poderes para el bien? — preguntó el personaje, siguiendo su monólogo.
Desde la cocina llegó el sonido de una taza rompiéndose contra el suelo.
— Naaa, — se contestó él, al no recibir respuesta. — Lo que pasará es que la pequeña Sue se pondrá a quemar casas o a reventar sus cimientos. ¿Y sabe por qué? Porque un padre irresponsable le jodió la etapa del juego simbólico por una rabieta que hubiera evitado practicando más deporte. Ahora póngase el tutú, — ordenó el superhéroe mientras la música seguía sonando. Se sentó al lado de Sue con las piernas cruzadas.
— ¿Qué tengo que hacer? — preguntó el padre, ajustándose el faldellín rosado alrededor de su cintura obesa.
— Arreglar el entuerto. Venga, baile. Con un poco de suerte le provocará a su hija algo de risa, y no lo contrario.
El padre no tenía alternativa. Levantó los brazos, improvisando con los pies una parodia de relevé. Entre ridículos intentos de brisé, chassé y glissade, Sue reía y aplaudía alegremente. Misión cumplida, pensó el superhéroe para sus adentros mientras volvía a las sombras de las que había venido.