Gruñó al entrar en el conducto de ventilación principal. Se deslizó luego a rastras hasta alcanzar una rejilla, y de ahí bajó al suelo, amortiguando el golpe con sus tabi.
Pensar que vistiera de rojo, a estas alturas, era ridículo: hubiera echado a perder todo el sigilo de la operación. Se alzó en la semi-oscuridad de la casa, palpando satisfecho su traje negro, prestado por las fuerzas de asalto japonesas. No había podido evitar darle dos o tres toques ninjitsu. Las lentes del visor térmico, eso sí, eran rigurosamente rojizas.
– Estoy dentro, – le dijo al minúsculo transmisor agarrado a un moflete.
Desde la base de operaciones, una pequeña casa de madera no muy lejos del NORAD, salieron flujos de datos encriptados con llaves de 4096 bits. Haciendo relay en un satélite coreano, llegaron al ordenador táctico en pocos segundos. Fue entonces cuando la lista de entrega se visualizó en el pequeño HUD rojizo. Soltó un ronco bufido: no habría sido una entrega fácil. Se ajustó los binoculares IR y entró en el salón de la morada.
En su rostro rúbeo se dibujó una sonrisa: los pequeños cabrones habían instalado medidas de seguridad obsoletas. Sorteó con pasos livianos los cables de nylon y desactivó una mina Claymore pegada a la chimenea ornamental. Era una clara muestra de ingenuidad infantil: hace años que él no usaba las rutas convencionales. Por otro lado pudo comprobar con deleite que los calcetines rojos no contenían púas bañadas en neurotoxinas, sino simples chinchetas. Vulgares contramedidas ofimáticas.
Comprobó con un escáner ultrasónico que las bolas del árbol no fueran de las que estallan a la más mínima vibración. No era muy frecuente topar con adornos mortíferos, pero las precauciones nunca eran demasiadas; encarnaban la exasperación de cierto nihilismo consumista que conocía muy bien, y que consistía en la negación de su existencia. Los problemas empezaron cuando ese nihilismo se hizo tan concreto que implicaba la eliminación física del símbolo. Ser un símbolo es una mierda, rumió con tristeza.
Por lo menos no iba a tener que huir de una horda de niños hiperactivos, como ocurrió en Beirut en el ’83: bañarse con pirañas era más llevadero.
Depositó el paquete con sumo cuidado. Se trataba de una consola portátil Lenovo-Braun de última generación, holográfica. Hacía más de dos décadas que los consorcios sino-europeos habían movido sus fábricas a los cinturones industriales de la Rift Valley. Alta tecnología made in Kenya. Se mesó la barba de dos días, perplejo, meditando acerca de lo mucho que había cambiado el mundo. Tales reflexiones, con todo, no duraban más que algunos segundos. No había que malgastar tiempo. Dejó trozos de carbón sintético en los calcetines y se alejó raudo hacia la puerta de servicio.
Los años pasaban factura: tardó medio segundo en rodar a un lado cuando oyó el inconfundible sonido de una bala de 7,62. Ésta había salido de una copia yugoslava de un Dragunov. Ni siquiera necesitó levantar la vista para saber que se trataba de Babouschka Befanova. Si de una trampa se trataba, no había sido perfecta. Otro disparo astilló gravemente la madera blanca del umbral. Echó un vistazo rápido al exterior. Nada. Otro disparo, esta vez más cerca. Al diablo con el sigilo. Extrajo de la funda su Lahti de compuestos cerámicos; torciendo la muñeca vomitó una ráfaga de cinco golpes al azar. Luego, con un pequeño espejo telescópico, intentó localizar a la tiradora.
Agazapada tras un abedul pudo ver la mira telescópica del rifle. Y, detrás de ella, Babouschka, su rival clásica: una robusta agente del NKVD, de melena plateada y risa sórdida. Se preguntó si el primer tiro lo había fallado aposta. ¿Incipiente sadismo? ¿Era ella la gata y él el lemming? Sondear las intenciones de una francotiradora menopáusica nunca había sido santo de su devoción. Arrancó con los dientes la anilla de una granada al fósforo y la lanzó con vigor hacia el jardín, tapándose los ojos.
El destello azulado creó la diversión suficiente como para que pudiera desplazarse hasta la cocina. Oyó la voz de Babouschka resonar no muy lejos, profiriendo invectivas en cirílico.
Siguió corriendo. Su misión había concluido, y no hacía falta recrearse en inútiles y prolijas batallitas; la competencia era demasiado feroz. Saliendo por otra puerta secundaria y dejando a sus espaldas una cortina de espeso humo lacrimógeno, quemó la distancia que le separaba del campo abierto, donde podría alcanzar el R.E.N.O. Llevaba recorridos unos pocos cientos de metros cuando un racimo de faros halógenos montados en el techo de un pick-up lo cegaron por sorpresa.
– ¡Noel! ¡Es inútil que intentes escapar! – gritó una voz de acento africano.
Era Baltasar, antiguo comandante de los escuadrones de la muerte nigerianos. Se había juntado con una pequeña célula iraní en 1984 y – desde entonces – Melchor, Gaspar y él se hacían llamar “Los Magos”. Panda de payasos de la OPEP, meditó Noel al echarse entre los altos matorrales. No los había oído llegar: empezaba a cansarse, lo cual era mal asunto. Y la Navidad se estaba haciendo pelín recargada en cuanto a personalidades. Era obvio que tantas coincidencias obedecían a un plan de ataque conjunto del cual la NSA no le había informado. A su alrededor ya crepitaban los AK-47 como palomitas metálicas.
Si salgo de ésta, pensó entre sí mientras enroscaba un cohete a su rifle de asalto Valmet, juro que los regalos los va a traer Jack Bauer.