Durante muchos años navegué en un barco rápido.
No estaba mal, creedme. Surcaba las olas con bastante eficacia, y aunque no me llevase exactamente adonde yo quería, siempre llegaba a algún puerto. Navegaba solo, sin más tripulación que yo mismo. Atravesaba las tempestades con aparente indiferencia. Daba la impresión de ser indestructible, y la carena rompía las olas con determinación.
Un buen día, sin embargo, se encalló.
Ocurrió en una isla desierta. Pequeña, con una playa árida, sin luz. Una mierda de isla, para que os hagáis una idea. Cielo gris, gaviotas radioactivas. Y yo, que no tenía ni puta idea de qué significa ser un náufrago, me aferré a los restos de mi nave y seguí allí, intentando reconstruirla. Si veía de vez en cuando otro barco, a lo lejos, no me esforzaba en hacer señales de humo o gritar.
Le echaba una mirada distraída, como mucho.
El tiempo ha ido pasando y sigo en la maldita playa gris. De vez en cuando, con una patera fabricada a partir de trozos del mismo barco, o nadando, he intentado huir de la corriente para lanzarme otra vez hacia el horizonte marino. Generalmente no he recorrido más de dos millas. Volvía la mirada, sentía nostalgia de ese navío destruido, y regresaba a él. Hubiese lluvia monzónica o vientos huracanados, daba igual: entraba en el sórdido camarote podrido, y allí me sentaba a mirar los mapas enmohecidos y desgarrados.
Y es que no sé navegar con otra cosa.
Me doy cuenta, con todo, que no puedo quedarme mucho más tiempo en este lugar. Hace cada vez más frío, y hay cada vez menos recursos. Las mareas van engordando, las gaviotas agudizan su agresividad famélica. El miedo a abandonar lo poco que queda de mi pasado náutico es el tenue cable de acero que me ata al casco carcomido y hueco con el que crucé el océano. Me pregunto si realmente tendré el valor de quemarlo y empezar de nuevo. El temor a ahogarme me supera. Pero no tengo alternativa.
Supongo que hay personas que se quedarían en esta isla. Otras se habrían puesto a dar brazadas vigorosas hacia el infinito. Algunas ni siquiera habrían naufragado. Sinceramente, me la trae floja. Éste es mi naufragio. Es mi problema. Ojalá tuviera un jodido motor fueraborda, un Evinrude de quinientos caballos. Tampoco me serviría de gran cosa: no sé adonde ir. Y el gasoil tiene su precio.
Pero, como decía, ni tengo gasoil, ni tengo motor. Por tener, no tengo siquiera un bote de salvamento. Lo esencial, la brújula, se perdió hace años, en aquella noche tempestuosa que hizo de preludio a la versión wagneriana de Robinson Crusoe que es mi vida – siempre y cuando Crusoe sea un replicante Nexus. Y si no me entienden, tanto da. Lo bueno de ser un náufrago es que uno puede ser todo lo críptico que quiera.
Nos vemos en alta mar.