Síntesis

Eran dos.

El Filósofo se hallaba con las manos en los bolsillos y la serena sonrisa de quien está encantado de haberse conocido. Escrutaba el horizonte vacío, y sus ojos vagaban de una nulidad a otra, cambiando de rumbo sin un plan aparente. Además de respirar y entornar los ojos, no hacía nada más.

El Técnico, por otro lado, estaba arrodillado en el suelo pedregoso, no muy lejos del Filósofo. Rebuscaba con un par de gruesos guantes entre los minerales, con método, lanzando ocasionales bufidos, sin apartar nunca la mirada frenética de lo que tenía entre las manos. De vez en cuando partía una roca con un dramático golpe de martillito.

– ¿Qué buscas? – preguntó el Filósofo, sin dejar de mirar el cielo.

– Algo. ¿Cómo sabes que estoy buscando? – contestó el Técnico, airado.

– Oigo el ruido que haces.

– Ah.

Después de la breve pausa, el Técnico reanudó su trabajo. Se paró al cabo de cinco minutos y, sin dejar de mirar al suelo, se dirigió al Filósofo.

– ¿Y tú qué haces? – preguntó.

– Pues.. er… miro el cielo – contestó el otro. – De esta forma veo el gran esquema de las cosas. El todo, sí… eso es – se apresuró a añadir, sintiendo que su respuesta anterior sabía a poco.

– Hmm. Si tú lo dices… Me parecen pamplinas. Así no vas a encontrar nada – comentó el Técnico. El Filósofo se encogió de hombros instintivamente.

– Me da igual. Encontrar algo no es mi objetivo.

Siguieron así otros diez minutos. El sol ya se estaba poniendo y el valle se inundaba ahora de luz anaranjada. Las sombras de los guijarros, antes imperceptibles, se fueron alargando más y más.

– Este atardecer es magnífico. Dime, ¿has encontrado ya lo que buscas? – preguntó el Filósofo, relajado.

– No. Hay algo que debe estar fallando en mi sistema… el cálculo era exacto… – contestó el Técnico, hablando consigo mismo. Empezó a partir rocas con un ritmo irregular, pero rápido.

– Vaya. Si tal vez subieras un poco la cabeza para mirar a tu alrededor…

– Ni hablar, – dijo el Técnico, cortando secamente al otro. – No voy a perder tiempo mirando cosas etéreas y sin sustancia. ¿Por qué no me echas una mano tú removiendo esas rocas de allí, eh?

El Filósofo titubeó no poco antes de contestar.

– No voy a degradar mi pensamiento a algo concreto. La especialización nos pierde.

– Sí, claro. Piérdete tú.

Se quedaron así, mientras se levantaba una fresca brisa de poniente. Tic tic tic. El martillo del Técnico contaba de manera imperfecta el tiempo. Su búsqueda parecía infructuosa. El Filósofo, tiritando por las primeras señales de frío, siguió dedicándole miradas insatisfechas a las nubes.

De repente, caminando con paso resuelto, llegó el Científico. Notó al Filósofo, que le devolvió una mirada cargada de desdén. El Técnico, por otro lado, le saludó con un distraido gorgoteo.

– ¿Qué buscas? – le preguntó el Científico al Técnico.

– Algo. Algo brillante – contestó el Técnico, que se dio por vencido y arrojó sus guantes a un lado.

El Científico se puso unos instantes en cuclillas, escudriñando el suelo. Cogió un puñado de minerales con ambas manos y, estando de pie, los dirigió hacia la luz del sol. Separó ligeramente los dedos para que los rayos atravesaran las rocas. Bastaron unos segundos para que lanzara una exclamación de victoria.

Lanzó la piedra correcta al Técnico y se fue silbando. El Filósofo sonrió, meneando lentamente la cabeza.