Analógicos Anónimos

Debo admitir que cuando llegué al número 42 de la Rue Tesla no esperaba ver un vistoso cartelito, ni tampoco un elegante timbre electrónico. El viejo palacio de estilo neo-romántico se erguía majestuoso en medio del bullicio urbano. El cartelito rezaba, en caracteres sans-serif, “A.A.”, acompañado por una sinusoide que se convertía en una onda cuadrada. Patético, pensé para mis adentros. Pero entonces sentí como el mono volvía a trepar sobre mi espalda nada más dar la vuelta. Eché un vistazo al reloj digital – el viejo Longines mecánico tipo savonette lo había dejado en casa para mostrar una disposición positiva. Decidí que, por deprimente que pareciera aquello, por hiriente que fuera para mi auto-estima, tenía que dar un salto decisivo, terapéutico, sin retorno.

Toqué el timbre, y tras un sonido limpio, puro, me dio la bienvenida una agradable voz femenina. Me invitaba a subir hasta el séptimo piso. Acostumbrado a subir escaleras o a usar viejos montacargas chirriantes, me llevé una desagradable sorpresa al topar con un novísimo elevador Thyssen, brillante en su bruñido envoltorio de titanio y molibdeno. Junto a mí, en la semi-oscuridad del vestíbulo, esperaban otros dos hombres. Deduje por la vestimenta que pertenecían a mi misma clase social. Les saludé con un cortés “hola”, y ellos respondieron con algo que estaba a medio camino entre un mugido y un golpe de tos. La tensión era palpable. Comprendí que ellos también se dirigían al séptimo piso, así que me hice el loco. Siempre he procurado aliviar la tensión, incluso en los momentos más difíciles.

– ¿A qué piso van ustedes? – pregunté con una amable sonrisa. Me miraron con pánico, como si hubieran tenido que ir raudos al excusado.

– Sss.. al séptimo – repuso uno de ellos, con la papada temblando. El otro miraba al suelo, callado. Sólo entonces noté que llevaba en el bolsillo un voluminoso reloj de arena. Era un caso grave: me retiré en un silencio pudoroso, dejando que el modernísimo y frío ascensor desgranara los pisos uno tras otro.

Al abrirse las puertas, nos quedamos paralizados. Armado de valor, di un paso adelante, y los demás me siguieron, como suele ocurrir con las gacelas al cruzar un río africano. Me percaté de lo potentes que se habían tornado mis pulsaciones, y en consecuencia respiré hondo y me ajusté el papillon; no se esperaba de un brioso gañán como yo que retrocediera ante el peligro. Después de unos segundos que parecieron eternos, la puerta metálica se deslizó a un lado con un sereno bufido, llenando de luz diáfana el descansillo. La mujer que había contestado por el interfono se mostró en toda su despampanante belleza. Yo no supe qué decir, y los demás ya debían haber muerto por arresto cardiaco. Cuando ella hizo un gesto gentil con la mano, pasamos el umbral y nos dirigimos hacia la sala principal.

La sala, como el resto del amplio apartamento, se distinguía por una decoración minimalista, vagamente zen, algo que, en mi opinión, chocaba tremendamente con la esencia de aquel edificio historiado y poco solemne. A juzgar por sus expresiones, los otros once hombres que llenaban la sala, sentados en taburetes de metacrilato, debían estar tan perplejos como yo. Uno de ellos, abrazado a una vieja radio Air King dotada de ojo mágico, parecía haber entrado en un estado de grandísima angustia. Le comprendía. Si bien mi estado distaba mucho de ser incapacitante, ese espacio minimalista invocaba sin más mi horror vacui, y donde veía una lisa pared de escayola blanca, mi cerebro proyectaba volutas de estuco pintado, ríos de pintura chillona, recargadas chinoiseries, reproducciones de cuadros de Pollock, Miró y Kandinski.

Después de unos minutos, la amable azafata cerró la doble puerta e hizo caer los estores, al mismo tiempo que luces halógenas llenaban el salón de luz blanca, clínica. Dejé que mi retina se acostumbrara a ese nuevo gradiente, y cuando volví a mirar con más atención, vi que en el centro del círculo de taburetes se hallaba un hombre alto, elegante, de mirada tranquila. Vestía a la manera clásica, como nosotros. Nos escudriñaba dando lentos giros, mientras la azafata repartía cartelitos con un nombre impreso por ordenador. El destino quiso que al hombre de la radio le tocara uno que pusiera “Shockley”, y por momentos temí que se lanzara por uno de los ventanales. El mío era “Fergason”, lo cual me hizo gracia, ya que todavía usaba un viejo televisor RCA, y el LCD me causaba eritemas psicosomáticos. Alguien parecía conocernos muy bien.

– Señores… – empezó a decir el hombre alto, con voz de barítono, – … ante todo os doy las gracias por haber venido hasta aquí, por haber tenido el valor de aceptar vuestra situación, y de querer compartirla con otros, en esta sede. Estamos aquí porque tenemos un problema. Reconocerlo es el primer estadio.

Volví a mirar fugazmente a los demás. Shockley había empezado a mover las piernas. El señor del reloj de arena, cuyo cartelito ponía “Casio”, estaba empapado en sudor. Me sobresalté al ver que el hombre alto – que se parecía vagamente a Martin Landau – me dedicaba una mirada compasiva.

– Señor Fergason… usted… usted será el primero… díganos, ¿por qué está aquí? – preguntó alzando la mano de forma teatral, hierática. No sabía qué contestar.

– Estoy aquí por…

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Dígalo! No hay una respuesta correcta en este lugar – exclamó él, incitándome.

– Estoy aquí porque soy analógico – dije, mientras mi cabeza daba vueltas por la emoción.

Después de un incómodo silencio, los demás aplaudieron ruidosamente, con entusiasmo. Sentí como mi carga se aliviaba, y comprendí que había hecho lo correcto.

– ¡Exacto! ¡El señor Fergason, como todos nosotros, está aquí porque es analógico, porque ama la vieja tecnología, ama el ruido, desbordarse con información infinita y caótica! – gritó el hombre alto, como el sacerdote de algún culto prohibido. Se levantaron ruidos de aprobación: el hielo se había roto.

– Señor Shockley… veo que ha llevado usted alijo… – dijo con sorna, dirigiéndose al enjuto hombrecillo abrazado a la radio de válvulas.

– S-sí. Una Air King del 38… es una pieza de colección… tiene un sonido tan cálido… esperar a que se calienten los tubos de vacío, modular la señal con el mando giratorio… ver como se sintoniza el ojo mágico… – comentó él con la mirada perdida. Noté un hilillo de baba caer de la comisura de sus labios.

Los demás escuchábamos embelesados, mirando la radio con codicia. A cada comentario suspirábamos, conscientes de que cosas así nos habían arrastrado a un abismo de perdición, al activismo anti-digital, al ludismo cibernético. Pero fue otra vez el hombre alto, llamado Smith, quien nos sacó de nuestras ensoñaciones.

– ¡Ése instrumento te ha convertido en un esclavo, en un paria! – gritó. Arrancó de las manos de Shockley la pesada radio y la hizo caer en un arranque de iracunda justicia. Recuerdo aún hoy el terrible ruido de los tubos de vacío rompiéndose en miles de pedacitos. Aplaudimos, nos acercamos al pobre poseedor de la radio, ahora liberado de sus pesadillas, y resultó natural, casi instintivo, darle palmaditas en la espalda.

Después le tocó al señor Sony. Le reconocí nada más verle. Era uno de los más apreciados fotógrafos de la ciudad. Había abandonado las reflex profesionales, metiéndose de lleno en el mundillo underground de las viejas cámaras soviéticas de enfoque fijo, totalmente mecánicas, auténticos monstruos de formato medio, capaces de dar más puntos por pulgada que cualquier SLR. Y ahora se hallaba, el pobre, en una fase terminal, construyendo sus propias cámaras estonopeicas, y haciendo pasar rollos de película por rendijas formadas por sus dedos. Smith se conformó con obligarle a tomar fotos con una cámara digital de 1 megapixel. Otra vez el dolor y los aplausos acompañaron, cual ola empática, al pobre desgraciado que intentaba salir del túnel.

Al señor Casio se le rompió el reloj de arena volcando su contenido al suelo. Yo le di un martillazo a un viejo televisor Nokia. El señor Russell quebró ante nuestros ojos una docena de discos de vinilo, y pisoteó un costosísimo tocadiscos Technics, mientras gritaba, presa de cierto éxtasis, incoherencias esotéricas acerca de Fourier y las malignas propiedades acústicas de las maderas exóticas. Fue quizá la escena más espeluznante de toda la reunión, intensa como pocas, tal vez por ser la primera. Uno tras otro nos fuimos liberando de nuestros demonios, dándonos fuerza, apoyándonos mutuamente, abrazando la causa de los Analógicos Anónimos. Después de esa primera fase, Smith ordenó a la azafata que nos diera un ábaco, para ir practicando la mentalidad digital. El ábaco era, en cierto modo, el símbolo de nuestro compromiso.

Esa noche volví a casa cansado, pero satisfecho. Me quedé hasta las tantas rompiendo mi colección de cintas VHS, y bailando alrededor de una improvisada hoguera de PVC y cinta magnética.

Me sentí un hombre nuevo, un hombre digital.