– ¡Basta! ¡No puedo más!
El grito desgarrador resonó en toda la terminal, casi totalmente evacuada. A lo lejos, decenas de pasajeros se agolpaban hacia las salidas, presas del pánico. Sólo los agentes de seguridad habían establecido un cordón alrededor del sospechoso. A éste no parecía importarle estar en el punto de mira de una docena de rifles automáticos.
– ¡Al suelo! ¡He dicho que se ponga al suelo! ¡Nada de movimientos bruscos! – gritó el sargento McInnes.
El sospechoso se giró tan rápido que produjo un sereno crujido de gatillos; por suerte, quienes tenían que apretarlos estaban bien entrenados. Les dirigía una mirada loca, desapasionada. En cada mano sostenía un botecito sin etiqueta, parecido a los que contienen sustancias cosméticas. Adherida a su espalda, una voluminosa mochila negra con grafías árabes.
– Señores, no lo podéis evitar… yo he venido aquí a hacer lo que debo hacer… – dijo a los agentes. Soltó una carcajada histérica, mientras los ojos se le poblaban de lágrimas.
– No es necesario… tranquilícese, y baje esos botecitos al suelo… lentamente… – repuso McInnes con voz tranquila. Se preguntó si plantar una bala de 5,56 entre los ojos podía abrir los dedos de la mano de un potencial terrorista.
El sospechoso dirigió su mirada hacia un punto indeterminado, mientras comenzaba a flexionar las rodillas, buscando el suelo cerámico progresivamente. Apoyó los nudillos sobre el gres. Para cuando los agentes se dieron cuenta de lo que iba a hacer, ya era demasiado tarde. El hombre esprintó hacia delante, corriendo como un endemoniado hacia las puertas de salida. Tenía los brazos abiertos, gritaba.
Pudo recorrer ocho metros antes de que cuatro docenas de balas penetraran con precisión milimétrica en su cabeza, brazos y piernas. La mochila había sido cuidadosamente evitada. Se desplomó sin vida hacia un lado, como un muñeco. La parte trasera de su cabeza ya no existía; pero eso las televisiones no lo verían nunca.
McInnes y sus agentes se acercaron al cadáver en posición de tiro, moviéndose como arañas de dos patas. Uno de ellos dio un ligero puntapié al cuerpo, para darle la vuelta. El rostro del sospechoso les dedicó una sonrisa macabra, sangrienta. Unos de los ojos, el único que quedaba intacto, no miraba ya nada en concreto.
– Coge uno de los botes y mira qué hay dentro – ordenó al especialista en explosivos.
El artificiero, enfundado en una rídicula armadura de kevlar y fibras ignífugas, abrió los dedos del muerto, sacó el botecito, y lo abrió. No ocurrió nada. Le dio la vuelta: comenzó a caer líquido viscoso, transparente. El aire se llenó con un sutil perfume. Miró a través del casco a McInnes.
– Es champú, jefe. De camomila. El que no pica los ojos…
McInnes se arrodilló entonces cerca del ex-sospechoso, abriendo la mochila. Estaba llena de ropa sucia, amasada sin orden, como si su objetivo fuera el de hacer bulto. Sacó las prendas con rabia, tirándolas a sus espaldas. En el fondo halló un sobre blanco. Lo abrió con la íntima certeza de saber lo que iba a encontrar en él: una breve nota de despedida.
A quien lea esto: siento haber generado todo este caos, pero era la forma más rápida y segura de quitarme de en medio. Además no me apetecía hacerlo en casa. Estoy seguro de que lo comprenderéis. Por favor, devolvedle la ropa a mi tía Rose cuando se entere de que estoy aquí. Les dejo también todas mis pertenecias. Un abrazo a Sarah, Tom y Scott. Adiós.
Le dio la vuelta al papelito, temblando.
“Quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria, no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad” – Benjamin Franklin
McInnes se levantó con el papelito en el puño. No dijo nada a los compañeros. Se limitó a mirar otra vez el cuerpo que yacía en el suelo. Dio media vuelta, y se alejó hacia la salida. Aquella noche intentaría no pensar en lo ocurrido. Intentaría quitarse de la cabeza la idea de que había sido el equivalente humano de una soga, un bote de píldoras o una navaja afilada.
Y pasaría mucho tiempo antes de que volviera a usar champú.